Camino sin rumbo, desvariado, en la noche fría de un abril que atrás ya quedó.

Camino solo, y hace frío, mucho frío, demasiado frío…

Camino solo, y llovizna, llueve mucho, de una manera torrencial…

Camino solo, y no hay claridad, no se ve mucho, es muy de noche…

Desearía tener mí propio capullo y protegerme de este cruel clima.

Sin pensarlo más, cruce cada esquina de manera automática, mí cuerpo se movía solo mientras mí mente seguía sin entender a dónde quería ir.

Quería irme, queria moverme, quería salir, quería…

¿Qué quería?

– o, más bien 

¿Qué quiero?

Deje de caminar, no solo porque el semáforo me lo indicó, si no porque la llovizna cesó, y las nubes dejaron entrever lo que próximamente me indicaría un camino, ya no veo la «nada» .

Mi tiempo se reinició, mis agujas volvieron a cero, y pude observar el «todo».

Y en lo que consideré la «nada», encontré el «todo», un todo vacío en una nada completa.

Y así como el mundo y las estrellas se me hicieron finitas, por cuánto mis ojos podían delimitar, yo me vi en una infinita realidad.

Mi estado de arrogancia y ego no me dejó ver lo que hay más allá de esas calles mojadas, de esa luz anaranjada que quiere dar calidez y transmite intranquilidad, de ese horizonte que no se vislumbra por más foco que le haga.

Ante mi se presentó la realidad, no se me permitió presenciar la «nada», se presentó mi «todo», pero en ese todo yo – aún sin darme cuenta – seguía siendo nada.

Volví a caer en una pregunta sin retorno, en una respuesta sin final.

«¿Que quería?» – pensé, permanecí quieto, aunque quería moverme.

«¿Que quiero?» – intenté responder, y no pude salir de esa permanencia.

No supe que decirme, no supe que mover.

Se me dió todo, pero no fui capaz de hacer nada.

Me volví (in)finito, otra vez.