dos varones que se apiadan de sí,
prenden equipo de música
se van entretejiendo las congojas,
las soledades de bandoneón subversivo.
un porteño y un provinciano,
se agarran las manos y bailan
una milonga nostálgica.
se desempolvan las vulnerabilidades
con un tanguito inconsolable.
intimación que despabila el pavor,
que lo desmenuza.
se saben del otro hasta la extenuación,
rumiantes se nutren de la miel
que desciende de ambas pulpas cadavéricas.
regurgitan vocablos en su complicidad
de madrugada sombría.
de dos individualidades
que vagabundean obtusas sobre cavilaciones masoquistas,
que desembuchan y se descubren
las facetas, los dichos y las maneras.
de dos versículos inverosímiles
que se colonizan,
no ceden
pero si se renuncian.
¿por qué se renuncian?
la noche parece mancillarme,
entiende y analiza con meticulosidad mi corazón avinagrado.
oigo llorar a mis huesos,
y en mis desdichas
y en mis cavilaciones desahuciadas
y en la confusión galopante
pienso / en / vos.
¿cómo explico yo nuestra cercanía?
a saber:
“Al despedirnos éramos como
dos chicos que se han hecho estrepitosamente amigos
en una fiesta de cumpleaños
y se siguen mirando
mientras los padres los tiran
de la mano y los arrastran,
y es un dolor dulce y una esperanza…”
escribo con la neurastenia (y la inocencia) de poder saciar el hastío que me corrompe.