Otra mañana que vuelvo a recurrir a ese desayuno diario, reiterado y monótono, y a su vez disfrutable en igual medida. Buscando degustar tal delicia, no obstante, encontré decepción.

Inconforme dudé de si tal vez faltaba azúcar, o si la taza estaba sucia, pero compartía las propiedades de siempre. En cada sorbo la intriga se iba disipando, el café ya no era igual.

¿Qué cambió? Mismo color, misma cantidad, sin embargo, no el mismo sabor, esfumándose el gocé dejando en mi boca amargura, propiedad del café, y a su vez de la vida. Inmundicia del presente, trago de ayer.

¿Cómo aquello tan reconfortante puede volverse algo tan agobiante?

Desconociendo si consumo el producto, o a estas alturas, un mero recuerdo; prosiguiendo de manera semi automática, en parte con ganas de un resultado más allegado a lo anhelado, y el resto por compromiso de haber ya pagado por lo ingerido, bebo hasta terminar lo insatisfactorio, solo para mañana desayunar el mismo menú fantaseando con un resultado distinto.