Vivo como lija vieja, desgastada por rutina hostil, ya no raspa sino acaricia, tal vez por decisión, o quizá por saturación.
Siguiendo la filosofía de la hoja de aquel árbol que algún día quise talar; fluir en y por la deriva, como bote sin remo, cual un día intenté remar con las manos, ingenuo porque aún no había aprendido que mis dedos no pueden cubrir la marea.
Pero ¿Es vida aquello donde uno no se aviva? Quizás sucumbir no sea sinónimo de vivir, sino un pecado que realizamos en tal acto. Sin embargo, aún dudo si ya como perro añejo que soy, el cual no muerde, solo ladra, tengo aún derecho a persuadirme que aún hay fuerzas para callar a ello que se escupe con tanta impunidad.
Envidio a los jóvenes que hoy en día no le temen, sino ignoran, a tal ente que nos sigue, pero siempre perdemos, a lo anhelado por muchos y desesperante por otros. Para los que nos identificamos con este último, solo nos queda ver el reloj y decir “tic, tac, tic, tac”, rogando que lo inevitable sea impuntual.