Lo vulnerable que nos volvemos durante la danza de pincelar el aire con las manos, moldeando a un par, en vísperas de ese calor ajeno. Enrojeciéndose debido a un roce excesivo, que empieza gustoso y finaliza con un ocaso corrosivo.
Humectándose de llantos, productos de las (malas) costumbres que no quisimos soltar, acabando con una resequedad que nos ha hecho olvidar como acariciar sin raspar.
Somos capaces de morir ensangrentados a causa de aferrarnos a las espinas de una rosa que ya hace tiempo marchitó, deseando mantener algo que nos recuerde aquella belleza que alguna vez existió. Alejándonos cada vez más del maravilloso sentimiento de libertad, perdiendo el disfrutar del viento en las yemas, sin verse atoradas en dedos no deseados, sólo por una vaga sensación de contacto.