Una vez más me encuentro sanando heridas producidas por un abusador tan presente como la primera vez. Fallando elocuentemente ante lo crucial, flaqueando en aquello tan remoto que perdemos en cuenta lo muy imprudente puede ser.
¿Qué puede hacer un peón frente al mismísimo tablero? Sucumbiendo al movimiento de una mano desconocida, viendo a sus pares lentamente desaparecer, suplicando por volver a resguardarse con ellos en algún lugar al finalizar.
Hoy me encuentro en pleno acto de puro masoquismo, suplicándole al peor de mis enemigos un poco más de sí, y es que, como todo ser humano alguna vez lo habrá hecho, uno comprende junto a él que los adioses son más dolorosos cuando no son dichos.