Cuando era chiquita, masomenos cuando yo tenía siete u ocho años, mi mamá trabajaba repartiendo paquetes y haciendo mandados. Pasabamos mucho tiempo en el centro dando vueltas, subiendo y bajando por ascensores, haciendo cola en el banco. Y yo, como toda nena (pero especialmente yo) era pesada. Muy, muy pesada.
Mami, mami ¿ya nos vamos? Mami, mami, ¿cuándo nos vamos?
Y mi mamá, como toda mamá, tenía mucha, mucha paciencia. Ah, y también me compraba muchas papafritas y jugos baggio para que me quedara tranquila acompañándola en la cola. En las inmensas, larguísimas colas que por ese entonces hacía la gente en el banco nación, cuando todavía no existía renegar con los trámites por internet.
Pero en esas vueltas por el centro, con mis manitos llenas de aceite de las papafritas, por alguna u otra razón pasábamos por la peatonal drago, y a mí me encantaba.
En la peatonal, creo recordar que cerca de donde estaba Plumitas (y sigue estando) había algo, alguien, que me llenaba los ojos de emoción. Algo, alguien, que no era parte de lo que pasaba en el centro, ni de la gente que iba y venía, ni de los locales. Algo, alguien, que estaba parada, vestida de blanco, completamente quieta como el marmol.
Para mí, de ocho años y manitos de papafritas, ella era de marmol.
Entonces un día mi mamá me dio unas monedas (para los muy jóvenes, era la plata de la época) y me dijo Dale, pasá, dale, y yo me acerqué a ese algo/alguien de mármol, con el corazón latiéndome fuerte en el pecho, y dejé las monedas en una alcancía que estaba a sus pies y ¡Pum! ¡Ese alguien de marmol se movía! Era de marmol, ¡y se movía! Yo estaba fascinada.
Creo recordar también que una vez me dio una florcita, blanca y chiquitita, y yo giré la cabeza para mirar a mamá, para mostrarle el regalo, pero fue muchísima mi confusión cuando miré de nuevo y estaba quieta otra vez. Creo que pensé que me había vuelto loca. ¿No se había movido? Yo tenía la florcita en la mano, ¡Si, había sido real! Pero estaba de nuevo quieta, ese algo/alguien de marmol, muy quieta, como si no hubiera pasado nada, y yo no entendía.
Si le ponés monedas se mueve, me explicó entonces mamá, y aunque no lo sabía en ese momento, se estaba condenando a darme monedas siempre que pasáramos por ahí.
Ahora entiendo que me fascinaba porque era arte, y yo no sabía qué era el arte. Era teatro, y yo no sabía qué era el teatro. Era danza en la quietud, y me hacía cuestionarme. ¿Qué es? ¿Por qué hace eso? Porque para mi yo de ocho años no tenía sentido que lo hiciera por plata, porque no entendía la plata. Y además era algo demasiado raro, demasiado bello, demasiado mágico, y no entendía lo que era la magia.
Pero después cuando crecí y entendí algunas cosas, me fui olvidando, y cuando ella no estuvo más, me olvidé por completo. Mi mamá dejó de trabajar haciendo mandados, dejamos de ir tanto al centro, y la peatonal, llena de ruido, con gente yendo y viniendo, pasó a ser eso, una peatonal.
Hasta que de grande, caminando por el centro, metida en mis cosas, sin darle bola a nadie como solemos hacer los grandes, vi a otras estatuas (no blancas ni de marmol, pero igual de bonitas) en ese mismo lugar donde alguna vez había estado ese algo/alguien que me había regalado una florcita. Que me había fascinado. Y las vi y me nació en el pecho una sensación cálida. Una sensación de nostalgia hermosa. Y me acordé de cuando era chiquita, de las colas interminables con mi mamá en el banco, de mis manos grasientas de papafritas, y de la estatua viviente que hizo que para mí, ese punto en la peatonal de Bahía fuera mágico para siempre.
Una estatua viviente. Eso era ese algo/alguien de marmol blanco. Una persona, una mujer, pintada, maquillada, con ropa, con vestuario, laburando con florcitas blancas.
Así hizo magia.