Subía escaleras

con peldaños de algodón

me sentía tan perdida que necesité leer a Cortázar,

pies de plomo

manos de papel

princesa adormecida, ebria y con el corazón roto.

Subía escaleras 

solamente para ver mi dignidad destrozada desde arriba,

para ver si lágrimas cayendo desde la altura

se tornaban color lluvia

y florecían a la persona que solía ser,

a ella

a la que perdí en la masa,

aquella con la que moldeaba formas leyendo las instrucciones de tus convicciones.

Subía escaleras

y en cada escalón un movimiento brusco

hacía que caigan de a uno los pedazos de mi pecho,

no importa

después pedía perdón

y bajaba a juntarlos,

los armaba como rompecabezas

y volvía a subir mirando cómo sonreías desde tu pedestal.

Pero todo estaba bien, porque por fin reías.

Subía escaleras

y mientras subía te preguntaba si mis pies y mis manos estaban en la posición correcta,

a veces respondías

otras veces te hartabas,

y cuando eso pasaba yo lloraba

me enojaba

perdía el equilibrio

cayendo de espaldas al piso.

Los escalones, que entonces se volvían de vidrio

se clavaban en mi cara, en mi abdómen, en mis piernas,

y otra vez a levantarme

sacudiendo carmesí.

Subía escaleras 

y no me importó cuántas veces escuché crugir las maderas,

no me dolían las astillas anestesiada con la espuma de un vino blanco,

con esa media burbuja rosada en champagne,

con tus dedos suaves en mi pelo,

y tu manos firmes en cada una de mis costillas.

Subía escaleras,

y vos me preguntabas cuántos escalones más tengo que romper,

cuántas veces más tengo que apretar,

cuántas veces más tengo que soltar los pies

para entender que no,

que así no se suben las escaleras,

que es lógico

es un escalón y después el otro,

los pies de a uno, como una danza.

Tan difícil iba a ser…

Tal vez debí haberte hecho caso,

haberme roto un poco más,

haberte pedido la mano y dejar que hagas fuerza por los dos.

Tal vez debí cambiar de escalera,

o fabricar una nueva siguiendo tus instrucciones.

O tal vez debí haberte dicho desde el principio,

que yo sólo sé enredarme en huracanes

y que los poetas

y los filósofos

no saben subir escaleras.

Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas