Dicen
que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde
como tampoco sabe lo que quiere hasta que lo tiene
y así estamos
perdidos
en la búsqueda y en el encuentro.
En algún fascinante conjunto de letras
encontré inquietante:
«Nada hay que ocupe y ate más el corazón que el amor. Por eso, cuando no dispone de armas para gobernarse, el alma se hunde, por el amor, en la más honda de las ruinas».
Te dejé ser
creyendo como un católico en cada uno de tus versículos;
le abrí la ventana a la tormenta que atempestaba los vidrios trizados con las marcas frías de tu pasado.
Y con todos los atajos que tenía por los rincones de una biblioteca que colgamos con inocencia;
y con todo el ruido que hacía el granizo inconstante de las noches que se hartaban de mis insomnios;
y con toda la pasión desequilibrada que encontraba en una perversa y seductora fenomenología;
elegí el huracán de esa tormenta
que era tan tuya.
–
–
-¿Por qué?
Sabés, mejor que nadie,
que te amé mejor de lo que creía poder.
Y ahora que estoy
sin dejarme ser,
con los pies enterrados en el punto de partida,
volviendo una confluencia de correntadas a las líneas que separan las baldosas,
deshumanizándome,
desactivando mi conciencia con una palanca encapsulada,
evitando el infame marrón de tus ojos
–
–
Vos, ¿a dónde estás?
¿Cómo?
y preguntas
que ya no puedo encasillar en las cadenas lógicas de mis simbologías,
me seguiría perdiendo
respondiendo tan oscuros enigmas.
Sabés bien
que me quitaste tanto de lo que más amo…
Empezando por vos.
Y me dejaste acá,
cuestionándome esa fe casi religiosa,
teniendo que saltar ese punto final,
teniendo que pensar en mí,
pero pasó tanto
que ya me olvidé cómo priorizarme.
–
–
No te olvides.