¿Qué está pasando ahora, en este instante?
Nada, no pasa nada. Entonces pasa algo.
«Hay que escribir, hay que escribir lo que nos pasa»,
dijo una escritora Argentina.
El mundo sigue ahí, eterno en su corriente.
El tiempo tiene aletas mejores predispuestas
que las de cualquier atleta olímpico.
Solo los ingenuos creen no verlas,
solo los fantasiosos como los escritores
piensan desplumar lo cotidiano con palabras cotidianas.
Como si de ellas emanara la fuerza de la acción.
Como si tuvieran la energía de las máquinas autómatas;
Como si ellas pudieran realizar
cualquier sistema complejo de engranajes;
como si pudieran comprar cualquier industria;
como si pudieran generar la más alta tecnología.
Solo los escritores arrogantes, pulcros, ignorantes,
sostienen esta mirada totalmente sesgada y alejada.
Creen tener la voluntad suficiente para satisfacer
la demanda organizada desde las entrañas
de los deseos e injusticias.
Utilizan las palabras como armas blancas.
Se autoconvencen de generar cualquier agujero negro
en este mundo de colores, donde reinan los grises.
¡Qué imbéciles! ¡Qué imbécil!
Creer poder hacerlo solo con la fuerza de mi mano
sosteniendo un bolígrafo áspero y punzante.
Y que no se corte la tinta, las ideas o la inspiración,
porque ahí sí que el mundo no tendrá salvación.
Ni el Dios más misericordioso podrá apiadarse
cuando las súplicas se multipliquen.
Que mal que estamos cuando creemos en ello.
Como si el mundo cotidiano, todo lo que nombramos
y conocemos de él (y hasta lo que se nos es ajeno,
al ojo, a la naturaleza y entendimiento humano),
pudiera estar mediado por palabras.