Concentraste en mí todos los odios. Te ubicaron en un lugar de privilegio, inevitable y artero. Tu lúcido azoque refinado prefigura un destino incesantemente gris. Antes no me alterabas. Te miraba de soslayo, sin detenerme demasiado: me agradaba, me agradabas. Pero los días, implacables, fueron colmando tu cruel rectángulo con los matices más taciturnos del tiempo. Y fuiste dibujando una a una las fisuras de la piel, el temblor de las manos, el silencio reservado en los labios. Te encargaste de resaltar ojeras y angustias permanentes en la mirada. Inventaste las canas blanquecinas y un rugoso perfil desencajado. Es así tu estirpe de parca insobornable. No hay maquillaje que te desautorice. La nefasta voz de tu reflejo no puede ser acallada. Es por eso que hoy te hago añicos, espejo, en un intento por aniquilar las horas.