Solemos explorar los lugares más oscuros de la psiquis para reforzar el malestar que sentimos y la angustia provocada por una serie de eventos.
Cada vez que me encuentro en un plano de vulnerabilidad, es como si mi mente intentara escabullirse por los lugares más recónditos que posee: cada elemento memorístico punzante que uno cree tener no reprimido, sino más bien «aplacado» -como si fuera un sonido molesto-, vuelve en sí intentando reconstruirse por sí solo. Digo por sí solo, pero sé que es en [una pequeña] parte por mi acto de voluntad: el hecho de recordar situaciones y sensaciones que prefiero extirpar de mí, hace, justamente, compadecerme en cierto grado.
Como si tenerme lástima funcionara cual suerte de consuelo en el que abunda el acompañamiento propio -eso creí-.
Ahora, a través de este lugar que me sitúa continuamente, solo miro hacia atrás teniendo compasión de mi sufrimiento.
¿Está bien eso? Mientras más me domina la sensibilidad en un momento particular, más propensa soy a sumergirme vía memoria en momentos que sucedieron, como si estos no fueran creíbles. Respiro. Pienso: a veces me molesta, me molesta catastrofizar, me molesta ser «apocalíptica» -como una vez le dijo una madre a su hijo que aprecio mucho- y profundizar, así. Sé la normalidad de dicha cuestión, sin embargo he vivido y revivido reiteradas veces que ya no sé a dónde me dirijo.
El cerebro, por un impulso que siente, camina hacia una direccionalidad que define como zona de confort, cuando, en realidad, él y yo sabemos que no es así.
Perdí mucho y también originé mi mundo de dolor, solo que más duele la chocante sensación de perderse a sí mismo, como si la exploración que uno realiza para observar y enfrentar tales lugares oscuros fuera una forma más de distanciamiento: cierta paradoja de la memoria que reconstruye hechos -y sueños vívidos- pasados, pero de tanto repetirlos, se queda estancada, olvidándose de cómo volver.