Intento no querer a nadie, cosa normal en estos tiempos, me ubico justo en el medio de tus dos cuernos y vos te ubicas justo en el medio de mis dos cuernos. Tratás de asomar la boca, hacer un juego con ella, bajar desde mi frente, como una gota que cae y quema, como una lluvia de culpa intransigente, pero te quedas quieto, lo pensas, volvés la vista hacia atrás y me decís:

 — ¿Cómo hacemos con estos cuernos?

 —Nada, metete y volvé a salir.

 Introducirse en la anatomía de otro teniendo cuernos es difícil, porque uno piensa constantemente que el cuerno siempre aparece, como un recuerdo preparado para entorpecer los besos, incomodar en la intimidad, y sobre todo, provocar un dolor de cabezas infernal.

 Nos quejamos, ¡sí! Decimos que ya no lo vamos a hacer más, pero terminamos limándolos.

 —Les dí de comer una vez…

 — ¿Cuándo?

 — ¿Para qué querés saber?

 —Decíme.

 —Ya hace tanto que ni me acuerdo qué les dí de comer, ¿entendés?

 —Sí, me pasó lo mismo —nos reímos.

 Aseguramos que vamos a ponerlos a dieta, para que los cuernos comiencen a adelgazar, para que el tamaño disminuya, pero siempre por un motivo diferente nos dedicamos a consentirlos.

 Hoy le dí chocolates, le apetecía lo dulce ¡bah! Los cuernos son así, a veces quieren salado, amargo, acido… ¡bipolares!, si se conformaran con una alimentación a base de constancia esto no pasaría.

 — ¿No te incomodan? —preguntan mis amigas cada vez que vienen a casa. Visitas que se centralizan en vaciarme la heladera, preguntarme si tengo algo de plata y describirme la maravillosa relación que tienen con su esposo numero cuarenta.

 —No me incomoda.

 — ¿Pero no agujerean la almohada? —los tocan, parecen sentir lastima, asco y repulsión. ¿Qué les pasa?, ¿nunca vieron unos cuernos? ¡Por Dios!

 Algunas personas tienen la gracia —o quizás la tragedia— de tener cuernos invisibles, que ni ellos saben que existen, se miran al espejo y solo ven aureolas, unas alas inmensas saliendo por las espaldas y un cartelito bellísimo que dice: «Nadie me engaña». ¡Bah! Todos los demás les vemos unos cuernos de acá a la China, pero contenemos la risa y aseguramos.

 — ¡Qué suerte la tuya!

 Hubo en un tiempo lejano, seres humanos con la cabeza lisa, así como lo escuchan, ¡lisa! Sin montículos, sin pequeñas irregularidades, caracterizado por la llanura, ¡sin cuernos!, ¡sin cuernos! Lo analizo, lo desmenuzo, lo estudio, ¡pero no puedo creerlo! Mi abuela siempre repite eso:

 —En mis épocas las mujeres teníamos una anatomía decente.

 —Abuela, no es mi culpa a ver nacido en una generación cornuda —le contesto.

 —Calláte y limalos, están gritando.

 Cuando empiezan latir lo sabemos con total certeza; ¡nos están engañado! Tendría que importarme un carajo, saber que los tengo, saber que vos los tenés, divertirme, gozar y amar este plan perfecto de infidelidad, pero por algún motivo desconocido la satisfacción no aparece aumentar, por contrario, cada vez que los cuernos me reciben siento una sombra lúgubre, invadiendo el pastizal de idealizaciones, terminando con las posibles expectativas, y sobre todo, escupiendo sobre todas mis fantasías, (fantasías emocionales claro).

 —Lo bueno es que te hacen crecer un par de centímetros —asegura mi primo.

 — ¿Te parece?

 —Sí nena, ¿por qué te pensas que las viejas millonarias son las más altas?

 Su comentario rebalsa de estereotipos y me parece desubicado, pero qué va a ser, ya nos acostumbramos. En algún punto, muy interiormente, amamos ser cornudos, es la propaganda de todos los hoteles, y el salmo de toda biblia, porque si algo que te enseñan los cuernos es a perdonar, sin rencor ni malicia.

 — ¡Dale! No pasa nada, beso los cuernos y alabo a la trampa.

 Dicen que se asemejan a los cuentos de hadas, nunca leí uno de esos, pero supongo que todas las princesas viven felices por siempre, duermen sobre cuernos, festejan, celebran y gritan:

 — ¡Qué bueno que seamos cornudas!

  Al igual que todos los príncipes, reyes, reinas y brujas.

  Acepto los comentarios ajenos y las críticas, ¿qué sentido tiene ocultarlos, reprimirlos, arrancarlos? ¡Ninguno! Lo digo porque ya lo intenté, tomé la motosierra y casi me corto la cabeza entera, una vez que intentes deshacerte de ellos, los cuernos se harán más inmensos.

 La verdad no sé de qué me quejo, según los porcentajes la mayoría de los seres vivos tienen cuernos, no me refiero únicamente a los alces sino a todos los seres vivos, terrestres y extraterrestres… En fin, llegamos a la siguiente situación; todos se desesperan por ver quién mete mejor los cuernos, no se trata de una introspección o un conjunto de emociones sexualizadas que derivaron a la mentira y al vacío, sino más bien una cuestión de estética:

«Si no tenés cuernos no estas a la moda».

 En pleno siglo XXI donde no interesa la poesía, ni los sentimientos, ni la entrega espiritual no nos quedó otra que adaptarnos, soportar los dolores de cabeza y asumir que nos perforen dos veces; en el extremo izquierdo y el extremo derecho, de repente ¡boom! Aparecieron dos cuernos perfectos, no voy a decir que los hizo satanás, porque como ya sabés estaría mintiendo, los creamos nosotros, engañándonos, creyendo en el placer fugaz, desvistiendo la esperanza y la sinceridad, quedando al descubierto como dos simples llamas de fuego. Hasta ahí te comprendo, lo acepto lo tolero, ¡sociedad bella y cornuda! Supongo que aquel que alaba a los cuernos piensa que todo el mundo los pone o los tiene. En fin, yo juro que te entiendo, te entendía, hasta que me levanté esta mañana y apareció… justo en el centro de mi frente, ¡el tercero! Ser la más cornuda, ser señalada como «la del tercer cuerno» eso sí que no lo tolero, por eso dije basta.

 No me compré un sombrero, no lo oculté, tampoco lo negué, simplemente pronuncié esa frase:

 —Divorcio.

 Y así fue como todos entendimos que los cuernos son temporales, espero… los desgraciados dejan sus marcas.

 Mi nueva pareja dijo que se fue a la farmacia, pero ya es de noche, y no llega, me apareció un montículo extraño en la cabeza, tengo miedo, ¿tendré que ir al médico?