De tal palo tal astilla

—¿Por qué hay tantos relojes acá?

—Porque es una relojería, hija.

La conversación se volvía incómoda. Era la quinta vez que entrábamos con mi marido al local de Paso de la Patria durante la misma semana. 

Encima, ahora teníamos poco tiempo: debíamos ir a la calle Dorrego a pagar la factura vencida de la luz.

—Tenemos que modernizarnos, Rubén. Podríamos pagar por la app —le dije antes de salir.

—De paso, vamos a la relojería —me respondió él—. La nena quiere un regalo.

Ella esperaba muñecas, dinosaurios, o un iPhone, pero mi esposo vio el brazo vacío de la nena y nos trajo de nuevo a la relojería que queda a la vuelta de casa. 

La costumbre de él es tocar todo lo que no va a comprar. Por ese motivo tiene la entrada prohibida en una casa de electrodomésticos. Hace poco tiró un televisor y lo terminamos de pagar el mes pasado. Él lo mantiene arriba de la mesa con la pantalla partida, dice que ve el noticiero, que el dólar no subió, y otras estupideces más, sin entender que el televisor está roto.

—Lo compramos por la mitad, Rubén.

—Vos nunca revisás bien las cosas.

Es un hombre que no acepta sus errores, y yo tampoco me esfuerzo por hacérselos entender.

—¿Estamos en una juguetería, ma? —insistió mi hija.

—Se llama relojería. Ya te lo dije.

—¿Estamos en una emoción atravesada por la ansiedad, el estrés y la nostalgia?

—No, hija, ¡no! Las personas se ubican en lugares. No viven situaciones hipotéticas, abstractas, creativas. 

—Y… ¿dónde vivimos nosotros?

—En Ezeiza.

—¿Dónde queda Ezeiza? ¿En un planeta bueno?

—Nena, ¿qué desayunaste hoy? —le pregunté.

—Cereales. ¿Papá qué hace?

—Papá está manoseando los relojes.

—¿Sabe que el relojero lo está mirando?

—Si lo sabría, no los utilizaría como collares.

Mi marido se hallaba alterado: reloj que veía, reloj toqueteaba. 

De tal palo tal astilla, mi hija optaba por la posibilidad de estar viviendo en Narnia.

Para hacerlos entrar en razón, decidí elegir dos relojes: uno para mi marido y otro para la nena. El relojero me dijo el precio y me preguntó:

—Señora, ¿se los lleva?

—Los dejo a los dos —contesté y salí a pagar la boleta de la luz.

Cuando volví a casa, ambos miraban la pantalla y se reían de una serie graciosa y delirante que, según decían, estrenaban en Ezeiza Tevé.

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