—Y claro que todos nos guiamos de algo, pero tampoco vas a ser de la guía un manual alarmico que te persigue cada vez que das un paso, tiene que haber un criterio propio, ¿no lo pensaste alguna vez?, ¿o solo saltaste al vacío?, ¿qué hiciste? Ese error, ¿lo cometiste?, ¿o se lo adjudicaste al aguatero?
—Y mirá Marta, el aguatero nunca pasa…
—Contestáme, ¿el manual tiene muchas páginas?
—Claro que sí, unas novecientas por día.
— ¿Y las leíste?
—No, pero me dijeron que son intensas.
— ¿Intensas cómo? ¿Intensas; «me siento identificada»?, ¿intensas refiriéndose a «mal habladas»?, ¿o intensas; «no entendí un carajo y la palabra intensa está buena»?
—Entender es difícil en estos tiempos, uno entiende cuando le suben los impuestos, ¿por qué habría de entender a un manual parlanchín, que te traduce lo que deberías hacer y sentir?
—Jodéme, ¿le preguntaste como sentir?
—No estoy tan loca, le pregunté cómo sentir el corazón.
— ¿Y qué te respondió?
—Nada, apareció la vesícula izquierda, médicos clandestinos, posibles métodos para prevenir un infarto, y… ¿vos sabías que las lombrices tienen diez corazones?
—No —extiende el brazo—. El mate está vacío —le digo.
—Tiene yerba.
—Sí, pero le falta el agua.
— ¿Y quién dijo que el mate debe tener agua?
—Qué se yo, fíjate en el manual.
—Es subjetivo.
—Eso dicen las personas cuando no quieren leer definiciones.
— ¿Y el aguatero?
—No podés preguntarlo sin antes vestirte como una dama antigua —va al cuarto y se aparece con un vestido de antaño.
— ¿Cómo me queda?
— ¡Qué pregunta más polémica!, que te quede ya es un logro…
—Sí, recuerdo ese día; ¡me caí arriba de la torta! Si hubiera existido un manual en aquellas épocas, le decía que no, me ahorraba la luna de miel de porquería y el divorcio.
—Pero no habría historia en los libros, ¡ni fotos!, ni psicólogos aturdidos.
—Sí, tuve que cambiar a María Esther por la que tengo ahora.
— ¡Ah!, ¡sí! ¿La del apellido raro?
—Creo que es judío, o no sé si asiático.
— ¿Qué tiene que ver?
—Tiene cara de judía japonesa, al principio pensé en recurrir a María Esther de nuevo, pero por la cara nomás.
—Te entiendo, cuando vino el negro estuve a punto de decirle que no tenía ningún problema en la cañería, y mirá ahora el negro termino siendo médico, uno dice que no, que no discrimina, pero si verdaderamente no discriminaríamos no estaríamos culpando al aguatero.
—Es culpa del aguatero igual, lo culpo de mis errores, todos lo hacen, ¡qué va a ser! Una culpita más no lo va a inmortalizar menos.
— ¿Y el manual?
—Lo voy a leer a la noche y saltearme un par de estupideces, viste que siempre empiezan igual: «somos atemporales», por eso todo este lío, tengo al pibe con la tablet y a la otra que quiere usarme el vestido, ¡no existen términos medios en este mundo! Le explico que eso es del mil ochocientos pero la pendeja lo mira como si fuera un símbolo de no sé qué, viste que vos te das cuenta; los ojitos de deseo, de curiosidad, de juego infantil mezclado con verdad, en el fondo, lo desea, ¡lo sé! Pero después se acuerda lo mal que me fue, le recalco que su padre nunca vino, y nos abandonó, le digo que a ella le va ir peor. Le saco la tablet a Benja, se la doy a ella, para que se concentre en lo que corresponde, en su época.
—Claro, te entiendo, vivir en ambas es mortificante.
— ¿Vas a ir al cabildo?
—Sí, ¿tenés plata?, estoy obligada a dar el diezmo.
—Ahí me fijo, preparáte las piernas.
—Llegué hasta la sentadilla doscientas.
—El domingo pasado Raúl no se levantó, lo miraron todos.
— ¿Qué pretendes? El anciano ya está para ser «el agasajado», está bien que el colectivo le quebró las caderas a Miguel, que en paz descanse, era mal tipo pero adelante del ataúd todos dijimos que no había hombre más bueno, siempre pienso: nadie es tan bueno como presume, ni tan malo como parece, no estaba para momificarlo pero sí para tirarle unas margaritas (sin pétalos), a Raúl también le quedarían bien las flores, lo veía con unas ganas de esos tulipanes, se ahorraría el dolor y todos los males.
—Sí, pero lo torturan con las buenas acciones, y el temor al infierno, cosas que nunca expiran, se despiden las carretillas, vienen los autos, los camiones, pero nosotras seguimos respirando apariencias, haciendo dieta, mortificándonos por lo que piense el otro, ¿desde cuándo?
—Yo ya las dejé hace bastante.
— ¿Le dejaste flores al pobre Raúl? Tampoco podés anunciarle la muerte, todos sabemos que le falta poco, pero no es muy cordial que digamos.
—No le deje flores, dejé todas las dietas.
— ¡Ah, sí! Yo también.
— ¿Buscaste en el manual cómo tejer al crochet?
—No, solo me salen bufandas ya hechas.
— ¿Y que le vas a regalar a la beba?
—Una brújula para que se ubique, para que lo sepa, nació en un mundo donde falta poco para manejar autos voladores, y mucho para detener guerras.
—No seas fatalista.
—Es verdad, ¿quedo poco nacionalista?
—No, quedas poco humana y poca tía, regalále un sonajero y al carajo, escuchar sonidos que nos distraigan de nuestras existencia es lo máximo. ¿Todavía es chiquita para los auriculares?
—Recién nacida, lo veo complicado.
— ¿Vos decís que le haga mal? Le descargamos música calma, para que se duerma, lo bueno es que hoy en día los recién nacidos vienen con «manual debajo del brazo».
—Sí, les ahorran un trabajo impresionante, los padres no tienen ni que contestarle las inquietudes, busca todo en el manual, y que el creador del diccionario se frustre por falta de reconocimiento.
— ¡No puedo creerlo!
— ¿Qué te paso? —Susana se tiró al suelo.
—Nada de cabildo, nada de diezmo, ni de autos voladores, cancelá la compra y el envidio, se me fue el wifi.
—Maldito aguatero.