Mi prima ya me había comentado la situación difícil por la cual atravesaba Carla, que teníamos que llamarla dos horas antes, decirle dónde íbamos a ir para que ella se preparase, y comprarle uno de esos guardavidas inflables. Y aunque caminemos por Santelmo y no hubiese una mísera gota de agua, debíamos ayudarla, comentarle que nadie la miraba, que podía contener la respiración y cerrar los ojos tranquila, nosotras la ocultábamos, tal fantasma de Disney, con los agujeritos en las ojeras para que viera algo, y luego toda la sábana blanca, sin intervenciones decorativas, sin rombos, circunferencias o cuadrados, estrujábamos las sábanas blancas, sin ánimos de conformar ninguna composición pasional, éramos chicas inocentes, que solo buscaban apretar esa sábana blanca contra el cuello de Carla para que no respirara. Nadie la observaba, al menos eso le hacíamos creer, aunque toda la maldita gente la señalara…
— ¿Te querés sacar una foto con el fantasma? —le preguntó una madre a su hijo emocionada. Nosotras aprovechamos y nos hicimos unos pesitos.
Era muy loco, no había pileta, pero ella caminaba con su traje de buzos, y sus antiparras, no había tiburones ni mantarrayas, a no ser que me prima ya había pirado y nos veía cara de cangrejos deformados.
— ¡Me ahogo!, no puedo, siento que me ahogo —gritaba Carla.
—Apretate la nariz contra la sabana —le ordené una vez para que se desmallara.
La situación estuvo buena, hasta que me perdí la salida al cine por ir a la guardia. Yo siempre pensé que a la guardia iba la gente que se cortaba las gambas, o que llegaba con una moto atravesada, pero… ¿ir ahí porque alguien no puede respirar?, ¿dónde se vió? Encima la atendieron, ¿ataques de pánicos epilépticos?, yo me corté el brazo apropósito y no me acariciaron ni el hombro.
Luego de aquella breve intervención mi prima no se murió, tampoco festejé, solo le dije que siguiera caminando con la sabana puesta, pero la doctora meneó su cabeza, respiró hondo y arrojó el disfraz de fantasmita en ese lugar donde van las cosas perdidas, todos sabíamos que se trataba de una ofrenda, una donación estúpida para gente que lo necesita.
Pero yo no quería donar mis sabanas limpias a la caridad, primero porque me gustaban y segundo porque mi tía Emilse me obligó a prestárselas a la tarada de su hija. Luego de entender que su hija, Carla, ya las había arruinado, dejé de hacer berrinches como nena caprichosa, cosas que ya no iban con mi cuerpo. Cada quien tiene su manera de manifestar el estrés, yo no camino con un traje de buzos, por eso nadie lo ve. Seguramente mis sabanas serían utilizadas por un indigente que ingresara al hospital, pero yo creía más solidario y divertido que un espíritu se la llevara para asustar a niños. Después de ese teatrito barato, llegamos a casa y todos la abrazaron, a Rocío, a Soledad y a mí no nos daban ni un: «dan lastima».
—Nicole, traele agua a tu prima —anunciaba la abuela como si fuera la reina de Inglaterra, era la Reina de los ataques de pánico y otros cuantos trastornos, que es muy distinto—. ¿Tan poca agua traes?, ¿nadie te enseñó a llenar el vaso bien?
Mi abuela no era de esas abuelitas que cantan mientras cocinan pastelitos, y te aprietan las mejillitas. Si nos daba comida era en un funeral, o en un divorcio, como acto anulativo, aunque nadie se olvida la muerte del abuelo Quique por su pastafrola de membrillo, estaba rica, tenía un par de sus pelos pelirrojos, pero a falta de dulzura me conformaba con una receta, seguida al parecer en una peluquería. A Carla le vivía comprando cosas, la engordaba cada vez más, para que esté fuerte, entera y otras estupideces, no sé de dónde sacan las abuelas que la obesidad te hace sana, seguramente a Carla le hacía falta al principio, pero luego se excedieron, no tienen términos medios, ¡la gente no tiene términos medios!, por ello cada vez que faltaban galletitas, o teníamos que salir a la calle, mi prima predilecta, no por mí, sino por mi abuela, empezaba con el acting:
—Me queda horrible —aseguraba compungida, mientras pedía que la tapemos con el inflable de flamenco, a ella le gustaba porque lo usó Pampita.
Lo habíamos comprado en un bazar chino a mitad de precio, el flamenco era verde, más similar a un pavo real, pero aquella tarde aburrida Carla sintió que tocaba el cielo, delirar un poquito no hacía mal… como si usar algo promocionado por una mujer bella la podría hacer linda, o mínimamente no vomitiva. Éramos malas primas, ahora que lo analizo me doy cuenta que éramos malas primas, le habíamos comprado una soga para que saltara y se callera, para demostrarle que las más habilidosas y talentosas éramos nosotras, nos reíamos, es el colmo de los colmos que una piba tan fea, salga a la calle con un flotador, una toalla, o incluso una pizca de maquillaje usada, acariciada o rozada por Pampita.
Pampita no promovía la obsesión de mi prima, por contrario, Pampita y su séquito publicitario incentivaban a que las chicas se quisieran tal cual son, pero decir eso teniendo el cuerpo de Pampita, solo provoca que se te desvíen los ojos y grites:
“¡Quiero ser como Pampita!”, “Pampita, ¡Pampita!, ¡Pampita!”
No entendíamos un carajo lo que la tía Emilse confesó en aquella reunión familiar, cuando Carla todavía vivía con el tío Juan, ahora deberían convivir juntos, olvidarse del divorcio, crear un nido ameno, con arcoíris y cuentitos de hadas de por medio, madre, padre e hija teniendo un hogar estable, ¡concreto!, ¿traducción?, ¡pavadas y pavadas! Creen que pueden mejorar la locura de la gente. Crear una peliculita rosa alrededor de una crisis, no hace a la crisis más llevadera, por contrario, genera una especie de caos reprimido. Nos sorprendía cómo de pronto eran la familia perfecta, esos desgraciados que no se hablaban ni para pintar la puerta, a falta de química tenían ventanas verdes militar y paredes verde militar, con ventanas y cortinas verdes militar, ¡la casa sapo!, ¡la casa opresora! Le decíamos nosotros y todos sus vecinos, no peleaban, no se revoleaban ollas como todos hubiésemos querido, no para grabar la pelea y subirla a You Tube, sino para que muestren algún tipo de emoción, pasiva o activa, lo que carajo sientan. En su lugar, nos aburrían con sus silencios largos, con sus invitaciones a tomar mate, donde Juan, el padre de Carla, ignoraba por qué su hija salía con el flamenco de Pampita a la calle, la controlaban a cada rato, para ver si merendaba con nosotras, pero nadie se fijaba en la ropa, nadie analizaba su vestimenta extraña, o sus antiparras. Vigilaban si se comía todo el bizcochuelo de limón, o si se lo tiraba a Pelusa. Y en esa obsesión porque Carla comiera adelante de todos, nuestra presencia quedaba opacada. Carla sabía que debíamos ir a anotarnos en la escuela después de devorarse las ochenta porciones de limón con harina, y tener la panza como una burbuja, al principio dijo que no quería, que ella tenía el flamenco de Pampita, que debía lucirlo y no sé cuántas otras porquerías. Pero luego, cuando vió que nosotras lo manducábamos como pirañas, se arrepintió. Nos gustaba hacerla sentir mal, ¡que se tiente!, ¡que se dé cuenta!, que nosotras podíamos comer lo que queríamos y seguir teniendo bracitos de fideos, porque Carla nos caía mal, era la consentida, tenía un padre que al menos sabía su nombre completo y fecha de nacimiento, nosotras ni eso, además era muy insegura, todo el santo día preguntando si el flamenco de Pampita le quedaba bien, ¿cómo carajo le iba a quedar bien? Si ella era una basura. En fin, según la tía Emilse debíamos ser compasivas, pendeja trastornada que nos hace pasar vergüenza —pensaba todos los días—, ¿qué se cree?, ¿que salir a la calle es una sesión de modelaje? Está bien que todos le gritan:
—Gorda tapate.
Pero tampoco para tanto, se pone paranoica, ella siente como gritos las discriminaciones que son susurros, por dentro teníamos ganas de zamparle una piña, tirarla al piso y que suelte de una vez por todas el flamenco de Pampita, que nos lo regalase, pero la bulímica se abrazaba al «flota, flota», y nosotras le tapábamos la nariz, muy fuerte, hasta que los dedos se nos ponían morados, y su rostro hinchado y grasiento se volvía un tomate, claro… por eso aseguraba ahogarse. El punto es que la tarada de Carla se nos pegaba como estampita, queríamos escaparnos, y cuando lo intentábamos aparecía mi mamá amenazante:
—Tienen que entenderla, ella no está cuerda.
Hasta las personas que simulaban comprenderla le daban con un caño, mi tía Emilse le dijo a mamá que no comentara con nadie la situación por la que estaban atravesando, mamá ya le había contado a todos los abuelos, a sus amigas menos cercanas, a su némesis, al que pasa pidiendo limosna y nunca le dan plata, e incluso al cartero. Carla ya era conocida por la problemática, y no como la persona detrás del problema. Todos prestándole atención a ella porque andaba con su «flota, flota» de Pampita. Por ahí yo tenía el “flota, flota” de Julia Roberts y nadie lo veía, por un lado la entendía, qué sé yo, comprendía más o menos el desorden de su cuarto, la ropa tirada por todo el suelo, el ritual hacia el flamante espejo, la desesperación de no tener nada que la hiciera sentir bien, y el miedo a que todos la juzgaran cuando no se veía como la mayoría esperaba. Carla nos había acostumbrado mal, ya era el segundo año de la secundaria y las corticoides la habían vuelto una bola de hámster. Carla, nos había acostumbrado a ver una mentira, porque aunque intentara disimular ya no era igual, ya no era la misma, así son los cambios, radican de un único objetivo, ser distinto.
La entendía un poquito cuando se ponía a llorar y decía apenada que no había talle para ella, cada vez que se probaba algo le quedaba distinto, parecía transformarse a cada segundo, como una mutación espantosa de la cual no quería hacerse cargo, ni asumirla.
Ese día cuando se tragó las quince porciones de bizcochuelo y luego la incitamos a ir a anotarnos a la escuela, porque ya había comenzado enero, Carla no quiso salir. Fue corriendo a su habitación, se escucharon los resortes de la cama berreta que tenía, nos dijo que pese a todas las bromas nos quería, nos agradeció por la soga que le habíamos comprado el otro día, y nos pasó el «flota, flota» de Pampita…
Ahora que pasaron un par de años, me vine a dar cuenta que era real, que Pampita se lo había prestado. Ella siempre decía que en sus sueños era modelo, y que en sus pesadillas era lo que todos conocíamos, lo que reflejaba el espejo.
La herencia fue buena, lo publiqué en mercado libre y seguramente millones de pibas quisieron imitar el emblemático ritual del flota-flota, desconociendo que tener un objeto utilizado por Pampita no las vuelve Pampita. Lo digo porque lo probé en la «pelopincho» de mi casa y no funcionó, pueden ver la foto en Instagram, #obsesionate.