Hace poco lo orinó un elefante, iba caminando por la vereda contraria, literalmente, el elefante estaba lejos, y él lo esquivaba con una suerte inexistente, en cada baldosa parecía tener la dicha de caerse. Así es, ¡la dicha! A él le gusta cuando lo orina un elefante —pienso todos los días—, repite la misma rutina, camina por la calle contraria al animal gigante y por alguna razón, aún desconocida, justo en el último minuto, justo cuando parece que va a terminar su día sin manchas, el infortunado se cruza, tentado por la desgracia de una maldición que recorre sus neuronas y las abraza. Comienza a disfrutar escatológicamente, y beber la orina como si fuera una cascada cristalina, un jugo de naranja, o para los alcohólicos, una botella de whisky. Es masoquista, sin dudas que es masoquista. Los desechos del elefante no sólo son repudiables (como todo desecho de cualquier ser vivo), sino que también duelen, duelen mucho, va cortándole las orejas, sangrándole la boca, y por cada gota, cayendo de manera espesa o suave, mi nuevo profesor termina con el rostro agujereado, ¡desfigurado!, me dan ganas de decorarlo, ponerle unas macetas, ponerle tierra a las macetas y que de las macetas broten azaleas, pero él las mataría, él empezaría a comerse las raíces o a dirigir las raíces a su intestino, al recto, o al mismo elefante mortífero. Como un cambio repentino los colmillos parecen brotarle en las manos. Herbívoro de sensaciones continúa, acumula en cada destello de coherencia un deseo irremediable, lo quiere, le gusta, ¡ama ser empapado!, casi de manera lasciva, para nada lúdica. Me han dicho varios de mis compañeros que no transita esa calle por casualidad, ya lo tiene planeado, va estudiándose los mecanismos, conoce de memoria el viaje realizado por cada anciana, analiza las miradas de los perros y rápidamente asocia sus necesidades con sus respectivos arbustos.
No importa el tamaño, no importa la emoción actual, él siempre se resigna a lo mismo, cuestiones de dramatismo, cuestiones de llanto contenido, necesita sentir cómo la orina lo asfixia, disfrutar, gozar y luego quejarse, lo percibe como desagradable, “los desechos son cosas de gente ignorante”, afirma. Él es todo un académico, no tiene sistema digestivo, porfía al suelo que pisa, al aire de un domingo aburrido y a las baldeadas de las esquinas. Las cuestiones naturales y hasta sus propios remanentes son incapaces de brindarle una caricia, una migaja de atención que lo quite de orinadas y lo libere de su tensión.
—La verdad es que no sé por qué, ¡todo me sucede a mí!
Un ritual maligno que consiste en saberlo, esconderlo, guardarlo casi entre dientes, ¡incentivando a lo absurdo!
Pasó ocho veces por el mismo sitio buscando que el elefante lo orine así, de esa forma desproporcionada, desmesurada y húmeda. Han existido personas meadas, pero el chorrito debe provenir de un desierto, porque al derramarse sobre la gente parece llovizna. Él, en cambio, tiene la desgracia o la fortuna de que el elefante beba mucho antes, fuentes, canillas, piletas, breves estadías de agua colorida; van deshidratándose sobre su boca, y el agradecimiento principal se basa en que el mamífero grisáceo no sepa enjuagarse en otro lado; admito que el profe se lo busca, se queda quieto, pone cara de sabelotodo, y el elefante lo da vuelta, como una media, lo gira, le hace chincha poroto, vuelve a lo mismo, utilizarlo como rejilla.
Una vez que se encuentra empapado lo sigue orinando, lo escurre, deja que el líquido absorba y continúa. Los vecinos siquiera espían, nadie se asombra, nadie enfoca las camaritas morbosas, sucede un hecho fantástico a menudo, pero están ocupados viendo las noticias, el dólar y sus movimientos inestables que contradictoriamente, siempre siguen el mismo rumbo, ¡subir! Y así, entre orinada y orinada, comentan que va a llover al otro día, no lo supieron mirando la luna, sino viéndolo por la pantalla del celular, adictos a confundir el verdadero significado de la modernidad. Me llevan a una conclusión escalofriante, es normal ser orinados por cosas más gigantes, son repudiables por llevar a cabo una acción desastrosa y son aún más repudiables por quedarse de brazos cruzados cuando alguien más está pecando, hacen y dejan hacer, una distribución de yerros igualitarios que a todos les parece bien. Un ritual maligno que consiste en saberlo, esconderlo, guardarlo casi entre dientes, ¡incentivando a lo absurdo!: “cada quien con su elefante oculto”. Los infames intentan esconderlos con una sábana transparente, que no llega ni a cubrirle las orejas, ves cómo una cosa de diez metros se eleva del suelo, con una corpulencia impresionante, pero si preguntan ahí no hay nada, sólo es aire. Todos se hacen los desentendidos, examinan perplejos y algo adormecidos:
—¿Estás tapando el auto nuevo?
—Sí, todavía no quiero exhibirlo.
Se asoma una trompa de elefante, y fingen no haberla visto. Ser orinado, meado o hasta incluso defecado por un elefante es bonito, vas impregnándote de los restos de un ser superior, entendés que te pueden denigrar, humillar, y hasta podés sentir un placer incomprensible, casi mortal.
—Dejame ciego, ¡elefante, dejame ciego! —es el lema de acá.
Soy pequeño, ¡al lado de aquel elefante soy pequeño!, pero como todos sabemos, siempre hay alguien más pequeño que nosotros con quien desquitarse, al menos eso me enseñó… Mi profesor nuevo no tiene mala suerte, tiene exceso de confianza, como si pudiera reemplazar con facilidad a Jorge. Nadie puede reemplazarlo, aunque se ponga un tutú rosa, se pegue pelo negro o comience a columpiarse de los ejemplos. Jorge iba tramando ejemplos de manera incomparable, haciéndonos saltar sobre cada recuerdo, cada explicación, cada momento, ¡las tizas felices con un ligero revuelo!, uno se sentía grande, uno se sabía todas las respuestas existenciales hasta que él golpeaba la mesa amorosamente y decía casi indio: “Ejemplo”. Esa sola palabra podría desestabilizar la información que creíamos perfecta. “¿Qué es la felicidad?”… “La felicidad es un estado de ánimo”. La felicidad es lo que puede estar en un manual de segundo grado. ¿La felicidad será aquello que leemos? ¿O aquello que sabemos interpretar de un cuento?
—Ejemplo —exigía.
Y ahí se hacía escuchar el silencio, porque nadie se animaba a ser feliz, éramos corajudos, éramos unos atrevidos emitiendo la causa pero nunca el efecto. Ser lo que se prorrumpe es cosa difícil, más en estos tiempos, que Jorge parece cada vez más encorvado y pequeño, van escupiendo sobre su frente, van gritando que él no puede seguir enseñando porque ya está viejo, porque sus explicaciones y leyendas expiraron.
—Antiguo —le vociferan mientras el pobre mono no se depila el pecho peludo.
Hay cámaras de fotos, hay PDF, ¡hay lecturas diferentes! La gente no huele más páginas, ¡la gente se aspira las computadoras!, pero él estaba y estará trazando las paredes, ahora que le sacaron el pizarrón continúa con el suelo, no entiende que sus técnicas son un manojo de implantes y uno se arranca el cerebro actual para reemplazarlo por el de antes, pero aun trascurridos los años, aun cambiando la anatomía, aun cambiando de colegio, oficina, edificio o vida, en cualquier país, en cualquier idioma y en cualquier mundo, los recuerdos siguen siendo recuerdos.
Estudiar no ya no se trata de adquirir conocimientos, ya no significa leer analizando un texto, introduciéndose en un mundo nuevo, se trata únicamente de superar al otro.
Reincide en lo practicado, como si esas uñas largas y esos orificios nasales gigantes pudieran respirar las expectativas de los alumnos, sus metas, sus estadísticas, sus deseos y desequilibrios, alumnos que ya no son alumnos, siquiera pares. Un mono da la clase, a niños endiablados que maltratan animales, el antropoide intenta concientizarlos con un lenguaje indígena, disparador de burlas, van tirándole dardos por la espalda, se ríen de su morfología, de su trasero estrepitoso, y de un par de cicatrices que tiene en la zona del lomo. Persiste, y creo de alguna manera que, en estos momentos, Jorge también siente atracción por los elefantes, nada de religión hindú ni de fanatismos por llamarlo “Ganesha” o “trompitas”, se trata de que son masoquistas. ¿Les gusta ser denigrados?, ¿qué carajo les pasa?, ¿qué tienen en la cabeza?, ¿un zoológico? Sí, todo se basa en el aparato reproductor del elefante, ¿será macho?, ¿será hembra? Qué sé yo, es irrelevante, lo importante es que tenga incontinencia, y temo, muy tristemente, que mi elefante vino fallado, no me orina ni aunque repita veinte veces: “¡excusado, escusado!”, lo pronuncio suponiéndolo… seguramente hará sus necesidades en algún inodoro, por eso le hace asco a mi cara, por eso no quiere mojarme los ojos y provocar que ardan. Mi elefante no orina, aunque lo haga morir de risa y le pase un conjunto de plumas por el estómago.
Le acaricio las patas, emito ruidos de cascada, y aun así… ¡nada! Necesito que me orine, ¡rápido!, para ser como el profe, para tener mala suerte, o mejor dicho para tener una respuesta insatisfactoria. Busco, de forma extraña, un elefante que sepa lastimarme, que sepa maltratarme, explotarme, para tener la suficiente crudeza y furia de vengarme… ¡con otros!, para mostrar mi carácter, si es que las discusiones, las peleas, la agresión y el debate pueden formar el carácter:
—Necesitas una personalidad mejor, más en estas épocas que todos estudian y pisan cabezas.
Van escalando una pirámide de insatisfacción y estudiar no ya no se trata de adquirir conocimientos, ya no significa leer analizando un texto, introduciéndose en un mundo nuevo, se trata únicamente de superar al otro, sino de ir creciendo en una burbuja individual, que no nos forma como comunidad, que nos aleja del resto, y sólo se trata de encajar. Llevan elefantes en los coches, y por eso siempre deben querer un auto más grande y nuevo —pienso. Acá “tarea grupal” significa seleccionar el líder y luego obedecerlo, mi profesor nuevo es un muñeco, uno de esos títeres que se dejan manejar y emite lo que le dicen por la cucaracha, mi profesor nuevo es comercial, sólo busca publicitarnos, y que lleguemos a entrar a la facultad, no importa que no sepamos cuándo Colón pisó América, no importa que ignoremos lo que sufren los ex combatientes a causa de las guerras, porque nos enseñan cómo elaborar psicológicamente guerras con piel de cordero, que parecen, viéndolo muy de lejos, acuerdos. Mi profesor nuevo es instructor de vida, me paga el sueldo, me enseña, me enseñó y lucra; no terminé nunca la secundaria, según los modelos nuevos de enseñanza, sin embargo es mentira, yo hice la escuela, yo cursé todos los años con un profesor que los mandó al carajo y por eso tachan mi currículum, cada vez que voy a conseguir un trabajo Jorge está negado, tachado de la vidas existentes, desaparecido y muerto, como si fuera un presidiario. “Javier y su cucaracha” fue uno de los títulos de mis últimos trabajos prácticos; mi profesor nuevo lo reprobó, me quitó parte del sueldo, y yo entendí casi a la fuerza que me están pagando por estudiar, ¿o yo les estoy pagando a ellos por ser un número más?, cosa confusa, ni yo la entiendo. “Javier y su cucaracha” fue una tarea extensa donde me informé mucho, investigué a este estúpido y anoté cada diálogo, el insecto maldito, casi clandestino le avisaba:
—No les enseñes tanto, lo justo, ¡lo justo y necesario!
Y entonces mi profesor hacía caso…
—Los átomos son átomos —dijo.
— ¿Y qué son los átomos?
—Los átomos son lo que ustedes quieran que sea, o lo que dice ese libro, pueden copiarlo en la hoja sin entenderlo, con eso me alcanza para abrazarlos.
El profe Javier nos abraza cuando no sabemos nada; como estamos necesitados de afecto escribimos vaca con “b” y nos cortamos los dedos. Los pusimos en el techo de las aulas, para que nuestras manos sean reemplazadas por unas mecánicas, y no pensar y hacer lo que ordenen las manos recientemente otorgadas, (fueron gratis porque aumentaron los impuestos). Entonces apareció la posibilidad de no votar, al menos no levantando el brazo, ni ninguna otra extremidad. Dejando, en cambio, que la nueva mano mecánica coloque el sobre en la urna, ¡gloriosamente! Pese a mis críticas, pese a mi entendimiento reflexivo yo soy un estúpido, comprendo la problemática, comprendo que todos son unos superficiales locos, pero por algún motivo quiero tener un elefante igual que ellos y desquitar mis frustraciones con otros: caracoles, hormigas, ¡bichos! (más diminutos).
—Desquítate con los ignorantes —menciona Javier a menudo.
Y aunque ambos nombres empiecen con jota, Jorge es mejor, Javier no le llega ni a los tobillos. Javier quiso imitarlo; en realidad se debe llamar Rubén, Matías, Guillermo, ¡Carlos! O cualquier otro nombre que no tenga ni mínima coincidencia. Javier me desagrada tanto que siquiera quise investigarlo. Que su DNI diga lo que quiera, ¡que copie a Jorge de manera burlesca! Me importa un carajo, ahora lo único interesante es que lo extraño, hoy que sus consejos no tienen voz y sus enseñanzas carecen de contenido yo me siento tan triste, tan nostálgico, que vine a llorar debajo de este pupitre, en posición fetal, intenté movilizarme, intenté subir al techo, como lo hacía Jorge, como anhelo, y así pude reconocer mi dedo, utilizado como empacadora, cada papel de regalo iba a tener una pielcita de mi índice, lo quité de los envoltorios, erradicado de las guirnaldas decorativas, para contentar al mundo, y definirlo, y simplificarlo en una ofrenda. Volví a la posición fetal y de paso seguí arrancándome el lagrimal. Jorge ya no es el mismo, me lo robaron, por cuestiones que aún no logro descifrar… Dejaron a un mono en blanco, desnudo, sin elementos para proporcionar lo que antes se necesitaba, lo que ahora nadie pide, ¡pasado!, ¡inservible!, ¡fuera selvas, fuera naturaleza!
Ahí no había discurso, ni mentira, ni manera psicológica de simular no haber entendido un comino.
—No está capacitado —me decían mis viejos, el portero e incluso el verdulero de la cuadra, con el cual Jorge tenía una gran conexión, por las cuestiones estas de las bananas…
Pero nunca lo acepté, no los creí ni por un solo segundo, porque para mí Jorge era la persona más inteligente del mundo, dirán que estoy loco, dirán que soy un ignorante, pero a veces los títulos académicos no te enseñan cómo llegar al corazón de alguien. Y es que si Jorge me decía dos por dos es siete, yo lo guardaba en el sitio más importante de mi mente, aterciopelado en una enciclopédica numérica, donde se eliminaron varios sitios geográficos, quedando en su lugar la matemática más bella y particular. Corríamos para hamacarnos en su ideología y arrojarnos justo en el momento que él lo decía.
—Ejemplo —repetía.
Ahí no había discurso, ni mentira, ni manera psicológica de simular no haber entendido un comino. Un día me consoló, cuando el frío de la secundaria logró asesinar mis sueños. Ese primer año no sabés por qué carajo todos son más altos, más ruidosos, más desarrollados, e incluso en vez de tener mochilas parecen tener bastones, juegan a ver de más, a disminuir la miopía y las perspectivas torcidas por cada realidad, adultos que asisten al secundario no para terminar con sus estudios, sino para repetir la circunstancia; un grupo determinado constituye lo que sería la reunión de los discriminadores, otro grupo constituye lo que sería la reunión de los discriminados, parece que se les acabó la imaginación y no crearon más grupos. Tenés un minuto para elegir de qué lado querés estar, subordinado o jefe, se sigue manteniendo lo mismo; el que pisa cabezas y el que se deja pisar. Mis conclusiones derivan de lo mencionado, ¡eran más altos!, ¿qué onda?, ¿tomaron mucha sopa?, ¿se ponían palos debajo de los pantalones…? Jorge lo solucionaba muy fácil:
—Ejemplo.
Incluso cuando salimos de las aulas, incluso cuando obtuvimos un trabajo, la única palabra pronunciada por ese mono ignorante que aprendió a hablar parecía palmearnos las espaldas, en cada instante, en cada decisión a tomar. Lo llamamos Jorge, porque Pepito o José eran típicos nombres ficticios, esos apodos que se inventan cuando no sabes de qué forma llamar a alguien. Fue un voto en conjunto, levantamos la mano y llegamos a un consenso, “sí, se va a llamar Jorge”, ¡no hubo trampas! No hubo rodeos, podrán decirnos conformistas, pero para mí era mucho más fácil, incluso algunos se entretenían dejando el brazo extendido por horas.
—Ya terminó la votación, nabo, ¿te crees que estamos en Grecia?
Mariano nunca bajaba la mano y el idiota hacía que nos riéramos por horas, era más sano, claro que era más sano, ahora todos se sobornan, intercambian una ideología única, ganar a toda costa, en nuestro salón votaban las mujeres, así que no estábamos siguiendo a los atenienses al pie de la letra. Podrá sonar incómodo, pero así, levantando las manos, cada quien se responsabilizaba de su elección, daba la cara, ponía el pecho. Ahora, en cambio, se trata de decidir con la maravillosa consecuencia de no hacerse cargo. ¡Qué importa si hay un centro de estudiantes!, ¡qué importa si existen los derechos entre jefe y empleado!, al fin y al cabo todos hacemos lo mismo… ¡votamos!, ya no por un bien en común, ya no para buscar el consenso o un sitio donde reine el acuerdo, simplemente se trata de cumplir. Ahora cada quien coloca el sobre en la urna y se libera de culpas, vamos lavándonos las manos victoriosamente, exigiendo democracia para vivir en una esclavitud aprobada. Ahora, mi profesor nuevo quiere comérselo, apropiarse de los antiguos métodos, crear aprendizaje y adquirir frenos. Grita:
—¡Hasta ahí!, ¡hasta ahí deben aprender según la planilla!
No llegue a saber por qué carajo una letra del abecedario también puede ser un número romano. La planilla esta, descargada en su computadora, parece estresarlo, golpearlo, esclavizarlo y así por cada orden, el hombre representa lo que alguien de arriba quiere, un elefante, o más bien un mamut disfrazado de elefante, lidia con un orgullo herido, con un orgullo por el piso, reparado a través de provocarle el llanto a individuos que se hallan más abajo, y lamentablemente no me refiero a la altura… Javier obedece, el elefante lo inunda, Javier se ahoga placenteramente. Javier no es Jorge, Javier cambia, trata de aliarse al orín y ser igual, aunque en el fondo le gustaría ser como mi mono, como mi Jorge, como mi profe original. Y una vez que los desechos le recorren el labio no los escupe, no vomita, no se asquea, deja que su piel arda y se agujeree, peculiarmente, intenta llenar aquellos huecos con piel animal. ¿Será su venganza?, ¿será su karma? Lo afirmo, ¡es su venganza!, su forma de desplazar el dolor y dirigirlo hacia otro. El hombre este que tanto miro, al que se le caen las instrucciones, y las definiciones parecen salirles del rostro, se deja orinar sin condiciones, sin pensar, y luego mata ardillas para recompensar la generosidad, va siendo víctima y agresor, pasando por diferentes estados de ánimo.
A cualquier ser vivo que sea más diminuto debemos pisarlo, como muestra de autoridad y evolución.
—Sos camaleónico —le dije un día mientras se quitaba del diente el ala de una mariposa sin hacer expresión alguna.
Me arrepiento, cosas que uno dice sin calcular, ¡cómo carajo me iba a imaginar que cualquier palabra lo deriva a matar! O mejor dicho a comer; casi de manera bulímica, va deglutiendo los animales que escucha. ¿Traducción? Decís puercoespín y ya se lo comió. No le importa si duele, el tipo disfruta y me incita, quiere que me coma las libélulas, los mosquitos, las ranas, las vacas, las ballenas e incluso que devore a Manchitas, lo estuve pensando, y eso que quiero mucho a mi perro… Cuando lo haga pienso ver para otro lado.
Es presa fácil, a cualquier ser vivo que sea más diminuto debemos pisarlo, como muestra de autoridad y evolución; tengo que saltar sobre un conjunto de grillos y zapatear sin control; me dan lástima, pero yo soy humano, yo soy superior, aunque sé que hay un elefante que me controla, pienso hacerme el piola. Uso este lenguaje coloquial desde que Javier dijo que los sinónimos eran para tontos, voy perdiendo varios conceptos de tiempos verbales, incluso olvidé la situación del diptongo. Estoy harto, voy a cambiar, voy a ser normal, no quiero que me traten de mono, toqué la tecla, sólo toqué la tecla, hice mi trabajo en la oficina de gente que teme ser iletrada y analfabeta, así fue como el juego que estaba en mi computadora lo terminó asesinando. Mi “pisacabezas” acaba de matar, ¡acabo de matar a mi perro!, al preceptor que tenía de pequeño y entre tanto al auxiliar del colegio. Asesinando viejas culturas, asesinando antiguos tiempos. Ahora nadie puede decirme:
—Homo sapiens.
Necesito ayuda porque los dedos siguen en el salón de la escuela, la anatomía restante, el lápiz deslizándose contra las hojas, el sonido del pupitre clavado al suelo, intentando salirse para volar, para aprender, para llegar al cielo. El elefante me ordena que lo detenga, que deseche los recuerdos, que teclee, ¡que haga lo pertinente!, ¡que no piense! Y entonces como por arte de magia esa tarde caminé por la misma cuadra, saludé a mi profe, entendí su cambio repentino, entendí el cambio repentino del cielo, del suelo, de las fábricas, de las construcciones y, sobre todo, de los nuevos cimientos.
Mi elefante comenzó a sufrir incontinencia, me miró fijo, me enseñó detalladamente su trompa, sus cuentas bancarias, sus responsabilidades, su insatisfacción disfrazada de poder y su obsesión por mantener un orden, y finalmente lo hizo, me orinó en todo el camino. Se sintió extraño, en esa modificación, en esa supuesta evolución sentí que algo se había quebrado en mí. Ahora, neurológicamente, estaba hecho de orín. Ya era tarde para arrepentimientos, ya era tarde para comprender que no se ganaba nada compitiendo, sino aprendiendo. Pero mi boca estaba húmeda, y las pupilas enceguecidas.
Al subir de escalón miré desde arriba a un niño, le expliqué la situación, él al igual que yo no entendió un carajo, hasta que le oriné el brazo, le mostré mi trompa y entonces fue uno más, uno más de los subordinados.
“Esta sociedad sería mejor si en vez de dedicarnos a dar definiciones leyéramos correctamente y diéramos más ejemplos”, dijo una vez el mono de Jorge convertido ahora en un tipo sin poesía, que enterró el ser, se adaptó, se hizo adicto a la modernidad y ahora se hace llamar Javier. ¿Quién es Javier? Un tipo que no lee, un tipo que busca todo en Internet.