Nada de opiniones ni juzgamientos; me gusta tener un panda en la espalda, ya se lo dije a mi médico. Se va abrazando a las costillas, y juega con mi pelo, desafiando las múltiples maneras de recibir dardos. Es adormecido, todos lo discriminan pero igual lo quiero, parece sentir un puñal atravesando sus patas, desangrar sobre las sillas en las que me siento, y así, en cada cascada de dolor, comienzo a entender que a veces no me vendría mal ser un panda, desconozco cómo decirlo en femenino, pero la aclaración es poco práctica.
—No sos un panda, te tocó ser la puerca —me dice Carla. La ronda no gira, la ronda se queda quieta, todas miran, quieren que me de vuelta. Señalan y se ríen, con su carencia de animales, y su racionalidad intacta, no temen volverse locas, porque me vuelven loca a mí. Así cualquiera, le pegan patadas al que ya está en el piso y nadie se altera—. ¡Dale!, hacé de puerca.
Y yo, que no sé imitar, me tocó quedarme quieta, sintiendo como la burla se transformaba en barro, revolcándome de manera casi traumática sobre los comentarios. Ahí me dí cuenta; no estaba incluida en el juego, solo caminé por el patio y empezaron a encontrar parecidos, cosa extraña porque hace dos minutos estaban jugando a la rayuela, quieren ser mis amigas seguro.
—¿Te traemos un patio más grande?, ¿podés acomodarte? —pregunta Carla mascando el chicle, dando vuelta los ojos, presumiendo de sus uñas largas y bien pintadas.
Les caigo bien… todas con sus espaldas planas, con sus mochilas de muñecas rubias, y sus vestidos rosas, yo con «Winnie Pooh» como remera, (admito que representándome de manera honesta), ¿en serio? ¿No pueden hacerme sentir bien y aunque sea fingirlo de a momentos?
—¿Y sus pandas las incomodan? —interrogo.
—¿De qué estás hablando nena? Conseguite una mascota normal y no vengas más a la escuela —anuncia la mejor amiga de Carla, que sigue todos sus pasos porque no tiene personalidad y es feliz copiándola.
Si Carla dice negro, ella afirma; «el negro es lo mejor», la chiquita es daltónica, tiene miopía y encima no distingue formas, le dicen que escriba en el pizarrón y empieza a hacer la tabla del dos en las paredes, pero como tener afectada la vista no involucra al aspecto físico nadie se burla. Las chicas piensan que estoy traumada, si sintieran lo mismo, no me tratarían de desubicada.
—Tu problema no es tener un panda, tu problema es que le das de comer —dicen mientras hacen dos vueltas carneros y presumen de su agilidad.
Intento tratar de copiarlas, adaptarme, conseguirme uno de esos pelos artificiales, pero se mueven tanto que no terminas de verles las caras, una hablando del celular y la otra comentando como Marianito le dio su primer beso, histéricas, ¡descontroladas! ¿Tanto se van a divertir?, ¿qué les pasa? Saltos furtivos moviendo los animales de uno, los alteran y los ponen en exhibicionismo. Deben tener un ratoncito, pienso entre mí, mientras mi panda crece cada vez más, siendo capaz de ocupar el aula, tapiar las puertas y las ventanas. ¡Y ahora todas gritan, y ahora todas tienen miedo! Mi panda crece, dando paso a dos ratas en el pecho, empezando a tomar forma, modificando la ropa, entorpeciendo mi autoestima, estoy incomoda, trato de disimularlo pero la campera no las tapa, y todo el pizarrón tiene mi cara. Ya no soy yo, no sé ni quién acaba de trazar esa palabra; mi nombre. Todas arrinconadas, porque el panda pone la situación aún más nefasta.
—¿Tenemos que estudiar así de amontonadas? —pregunta Carla.
—Sí, no seas desconsiderada, Karina está escuchando —dice la maestra defendiéndome pero a la vez siendo poco disimulada. Igual todas saben que soy «la que no entra en el aula».
—¿Cómo tenemos que tratar a Karina?
—Con mucho amor y respeto porque si la discriminamos usted nos hace un acta.
Acá todo se soluciona con actas, no importa que te hayas olvidado de hacer la tarea, vomitado recientemente sobre la cartera de la maestra, o si le extirpaste el corazón a alguien. Porque las heridas emocionales no cuentan, solo hay actas y actas que se acumulan sin reservas. En el fondo el castigo no soluciona nada, las desgraciadas siguen riendo, conteniéndose por cuatro horitas y luego persisten con lo de siempre; darle con un caño, un tractor y un colectivo a medio colegio. El panda no es muy agradable que digamos, lo acepto, con su tamaño y su torpeza, destruye la foto escolar. Todas posando perfectas, con sus cabellos de costado y sus pandas si es que existen, yendo al cine, porque claramente en este establecimiento de porquería no están. El fotógrafo dice que sonriamos, tratando de no ser aplastadas por mi panda, las ratas delanteras, y para colmo el camaleón que se mudó a mi estómago, hasta ahora no cambia de color, eso es bueno. Y una vez que me excluyeron de la foto tuve que limpiar mi silla, y por fin terminó aquel día. El único mes en el que me sentí ridícula, como dice mi tía: «no es tan fácil ser mujercita». ¡Qué cosa! El panda y todos mis animalitos vamos a estar juntos de por vida.