Excúsase aquí este apunte en tanto parezca referirse al ser nacional o a alguna de esas ideas de aproximación fascista como las que fundamentan las canciones de Eladia Blazquez; se pinta la aldea porque es lo que hay a mano.

Quiero decir algo obvio: la falta de conciencia política y el mal gusto se parecen. Dijo hace tanto uno de los amigos del Menem: «Él es como la mortadela: pocos lo reconocerían públicamente, pero muchos la consumen. Muchos van a votar a Menem aunque hoy figure abajo en las encuestas».

Puede conseguirse una excelente mortadela u otra de menor calidad; salvo excepciones, la nobleza o su falta -el esnobismo- no se encontrarán en la materia prima sino en el proceso de transformación y en los modos de consumo. Los que se niegan a reconocer que comen mortadela serán reconocidos tanto por su pertinencia social como por sus gustos culinarios. Se trata de gente que tiene vergüenza de votar a un sospechoso al que va a votar, y de comer mortadela. La ideología papilar argentina tiene sus visibles lugares comunes.

La clase media le pone roquefort  al pescado para tapar lo que no le gusta, así se esconde el sabor propio del pescado y se engaña a la propia lengua. Con procedimientos innobles se tragan mejor los sapos: votar con nauseas, dejar la casa en orden con gérmenes insalubres bajo la alfombra de queso azul, cambiar porque en la variedad está el gusto.

Mortadela a escondidas, champagne con helado, pasta recocida…: candidatos vergonzantes para lenguas que esconden o desconocen sus intenciones. Recordar un sabor es prestarle atención a la historia, saber cuándo fue que comíamos más y mejor y podíamos gastar el gas en largas cocciones.

Estropeadas versiones de tradición mejicana han llegado de Estados Unidos a la Argentina para empeorar la cosas, y hoy le ponemos picante a todo como si eso fuera cocinar. Allá vamos: el picante en exceso o la comida light o diversas formas de gorilismo que esconden el maravilloso choripán disfrazan las elecciones, aplastando el saber del sabor.