A Benja, Carlos y Huguito
Como la mayoría de los grupos de poetas primerizos
Los Asteriones adherían,
sin buscarlo pero sin dudarlo,
a dos reglas centrales:
escabiar primero y escribir
(como pasaba en la mayoría de sus reuniones)
si se acordaban, y
existir, pero que no te conozca nadie.
Yo supe de ellos
casi por casualidad.
Eran integrantes los hermanos de mi madrina
y un puñado de amigos de la facultad.
Ella me contó que se juntaban los domingos
a tomar tinto y decir pavadas
alzando la voz
los unos por sobre los otros.
Y que ella escuchaba, siendo una nena,
desde los pies de la escalera,
las risas fuertes que les nacían del estómago
y los aplausos que se repartían entre ellos.
Los carneros se muerden primero a sí mismos.
Nos masticamos, nos lamemos, tosemos.
Todo en nosotros es hambre y calor. Y al final del día
beberemos el sol.
Pibes, pendejos,
que no habían visto nunca un toro
desde más cerca
que desde una enciclopedia.
No fue hasta años después que entendí
que no habían reclamado para ellos
al monstruo de Borges
si no al de Apolodoro.
Con una molotov casera quisieron incendiar
un almacén de armas.
Imposible que fuera, como dijeron, una bomba:
la mayoría adeudaba química de la secundaria.
Y una de esas suertes de tragedia griega
les regaló que hubiera, más borracho que ellos,
un milico adentro.
Lo sacaron, le dieron agua,
lucharon contra el viento para apagar con tierra el fuego.
Era tarde:
iluminado
todo monstruo es monstruo muerto.
No tomarían otro trago en lo que les restaba de vida.
Quienes los vieron antes del fin
dicen que escribieron
y escribieron como si sus vidas dependieran de eso.
Los Teseos no tardaron en recorrer
los laberintos de papel. Cierta mitología cuenta
que los detuvieron catorce noches.
Los registros callan destruidos por otros fuegos.
Guardan la entrada la gaviota, las olas y
el extraviado grillo. El destino
de las almas que entran
importa menos que su recorrido.
Encontraron a uno solo de ellos.
Estaba flaco
y torcido
como un signo de pregunta.
Le habían quemado
del tobillo
el tatuaje
de cabeza de toro.
Así mi madrina se quedó sin hermanos
y guardó, me dice, el recuerdo de sus voces
en un aljibe hondísimo
desde el que le llegan, a veces, como ecos.
***
Los carneros se muerden primero a sí mismos.
Nos masticamos, nos lamemos, tosemos.
Todo en nosotros es hambre y calor. Y al final del día
beberemos el sol.
Contra galerías de piedra torcemos nuestros cuernos
y nuestras costillas. Fuimos
bramante amalgama hasta
que la espada ayudó a parirnos.
Lamemos el musgo salado de las piedras y,
solo a veces, roemos algún poeta.
Aburridos, entre banquetes,
escribimos versos endecasílabos.
Guardan la entrada la gaviota, las olas y
el extraviado grillo. El destino
de las almas que entran
importa menos que su recorrido.
Ningún Teseo ve más allá del pasillo que le toca.
Pero todos están convencidos
de que existe, hacia el laberintino centro,
un singular y recto camino.
Ignoran que solo la gaviota, deidad idiota, memoriza
desde la altura cada sendero:
sabe que la carne más dulce del hombre
está en la cuenca de los ojos.
Las manos alzadas, de uno, del otro, de todos,
que eligieron compañero de juego,
caen por el filo y en tibios charquitos
el grillo nos vela.
Las olas lamen nuestros huesos hasta vaciarlos
nos llevan y nos devuelven
desde lugares secretos, multiplicándonos,
en almas nuevas.
Con nuestros cuerpos están hechas las paredes
de nuevos laberintos
y con nuestros cuernos caídos regamos el suelo
donde pisan.
1977
***
Y ahora, al final del olvido,
ahora yo también tengo un tatuaje,
y mi mamá tiene uno, y mi hermano,
y cada uno de mis primos, y todo al que
frente a la muerte le nazca
una risa del estómago.