Foto arte por Ichu

Hace un par de años, una tarde lluviosa de julio me trajo a la memoria un par de versos que había leído en algún momento, en algún lugar. Por cierta costumbre de dejar registrados los sucesos más irrelevantes, intenté transcribir esos versos. Lo único que logré fue algo como esto:

 

Cae una lluvia tan fina / que ni siquiera parece que llueve…

Por supuesto, mi memoria es menos estricta que mi obsesión y esas dos líneas fueron las únicas que pude recordar durante un tiempo, desconociendo el resto del poema, el autor, el libro y otras circunstancias. Al poco tiempo, descubrí el origen de ese pequeño desvelo, en un libro de antología modernista. Rápidamente lo reconocí, más hermoso de lo que mi pobre memoria había registrado:

 

Primera lluvia de otoño

 

Cae una lluvia tan fina

que no parece que llueve…

Más bien es como el recuerdo

de otra lluvia, que florece

en la memoria de todos

callada y súbitamente.

Más bien es como el ensueño

del cielo, que se desteje

sobre los árboles quietos

del paisaje transparente.

Más bien es como una pena

que desde las nubes vierte

su mojada melodía

para que en el mundo sueñen.

Cae una lluvia tan fina

que no parece que llueve…

Seguramente hay enfermos

que la escuchan tristemente

como si cayera dentro

de sus pobres pechos débiles,

ensombreciendo en crepúsculo

el paisaje transparente,

apurando el paso grave,

misterioso de la muerte.

Hay, seguramente, madres

que al oír llover padecen

y enfermos que entre la lluvia

ven como crece la muerte…

Cae una lluvia tan fina

que no parece que llueve…

 

Luego de saciar mi antigua ansiedad, busco algunos detalles biográficos, dispuestos al inicio del capítulo:

Francisco López Merino. (1904-1928) argentino. Cursó sus estudios secundarios en su ciudad natal, La Plata. Obra Tono menor, Las tardes.

Su poesía, breve recuerdo de una adolescencia cercana, melancólica, recatada, habrá de perdurar por su presencia de lejanía, por su idealización de la realidad, dentro de un modernismo tenue, claro, puro.

Lo que llamó rápidamente mi atención fue la brevedad de la reseña biográfica, en comparación con la de otros autores. Sin embargo, al reconocer la brevedad de su vida misma, descubrí el porqué de ese detalle. Había vivido sólo 24 años.

Por un tiempo, no pensé más en estos pequeños mundos en los que ese autor lejano me había introducido. Pero cómo todo es circular, dos años más tarde, caigo en cuenta de otra relación inadvertida. Releyendo las páginas de «Cuaderno San Martín», el tercer libro de Jorge Luis Borges (1929), me detengo en un poema que adquirió otra significancia en ese momento:

 

 

A Francisco López Merino

 

Si te cubriste, por deliberada mano, de muerte,

si tu voluntad fue rehusar todas las mañanas del mundo,

es inútil que palabras rechazadas te soliciten,

predestinadas a imposibilidad y derrota.

Sólo nos queda entonces

decir el deshonor de las rosas que no supieron demorarte,

el oprobio del día que te permitió el balazo y el fin.

¿Qué sabrá oponer nuestra voz

a lo confirmado por la disolución, la lágrima, el mármol?

Pero hay ternuras que por ninguna muerte son menos:

las íntimas, indescifrables noticias que nos cuenta la música,

la patria que condesciende a higueras y aljibe,

la gravitación del amor, que nos justifica.

Pienso en ellas y pienso también, amigo escondido,

que tal vez a imagen de la predilección, obramos la muerte,

que la supiste de campanas, niña y graciosa,

hermana de tu aplicada letra de colegial,

y que hubieras querido distraerte en ellas como en un sueño.

Si esto es verdad y si cuando el tiempo nos deja,

nos queda un sedimento de eternidad, un gusto del mundo,

entonces es ligera tu muerte,

como los versos en que siempre estás esperándonos,

entonces no profanarán tu tiniebla

estas amistades que invocan.

 

Efectivamente, Borges y López Merino fueron íntimos amigos. Y, como se evidencia en este poema, Francisco no había muerto joven, había decidido morir joven. Según diría María Kodama, en un acto de reconocimiento al poeta platense: «Borges había quedado muy impactado con el suicidio de López Merino y se preguntaba por qué, qué había podido llevarlo a tomar esa decisión, siendo muy joven y un escritor que comenzaba a ser reconocido. A Borges le parecía injusto, algo a lo que no le podía encontrar lógica; aunque Borges creía que cada hombre es dueño de elegir su forma de vivir y de morir»

El impacto que ocasionó en Borges la muerte de su amigo puede evidenciarse en otro increible poema publicado en «Elogio de la sombra» (1969). La relación tardó en llegar a mi mente, porque la cita es más sutil, menos perceptible que en el indudable «A Francisco López Merino». Las circunstancias narradas y el título nos dan la pista definitoria:

 

Mayo 20, 1928

 

Ahora es invulnerable como los dioses.

Nada en la tierra puede herirlo, ni el desamor de una mujer,

ni la tisis, ni las ansiedades del verso, ni esa cosa blanca,

la luna, que ya no tiene que fijar en palabras.

Camina lentamente bajo los tilos; mira las balaustradas y las puertas, no para recordarlas.

Ya sabe cuántas noches y cuantas mañanas le faltan.

Su voluntad le ha impuesto una disciplina precisa. Hará determinados actos, cruzará previstas esquinas, tocará un árbol o una reja, para que el porvenir sea tan irrevocable como el pasado.

Obra de esa manera para que el hecho que desea y que teme no sea otra cosa que el término final de una serie.

Camina por la calle 49; piensa que nunca atravesará tal o cual zaguán lateral.

Sin que lo sospecharan, se ha despedido ya de muchos amigos.

Piensa lo que nunca sabrá; si el día siguiente será un día de lluvia.

Se cruza con un conocido y le hace una broma. Sabe que este episodio será, durante algún tiempo, una anécdota.

Ahora es invulnerable como los muertos.

En la hora fijada, subirá por unos escalones de mármol. (Esto perdurará en la memoria de otros).

Bajará al lavatorio; en el piso ajedrezado el agua borrará muy pronto la sangre. El espejo lo aguarda.

Se alisará el pelo, se ajustará el nudo de la corbata (siempre fue un poco dandy, como cuadra a un joven poeta) y tratará de imaginar que el otro, el de cristal, ejecuta los actos y que él, su doble, los repite. La mano no le temblará cuando ocurra el último. Dócilmente, mágicamente, ya habrá apoyado el arma contra la sien.

Así, lo creo, sucedieron las cosas.

 

Cortázar decía que las casualidades son lo menos casual en nuestras vidas y que «la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo del dentífrico.» Por eso mismo, todas estas casualidades llevaron a unas pocas palabras y a quién sabe cuántas sombras más. Para finalizar transcribo algunos poemas de Francisco que pude encontrar:

 

 

Las tardes

 

Siempre estás como ausente de la tarde. ¿Qué lago

invisible y lejano recogerá tu imagen?

Líquido estremecido por un perfil tan vago

se tornará sensible cuando los astros bajen.

 

Temo quebrar la magia de tus vírgenes sendas

con la torpe palabra que mi labio pronuncia.

Tendré que ser más leve para que me comprendas,

o tú bajar al mundo como agua que renuncia.

Siempre estás como ausente de la tarde. ¿Qué brisa

se lleva tu silencio cargado de leyendas?

De paisajes soñados se nutre tu sonrisa

Tendré que ser más leve para que me comprendas.

 

De viaje

 

Un niño, frente a mí, va mirando el paisaje;

sus ojillos descubren las flores campesinas

y como el tren se lanza por valles y colinas

este niño se llena de emoción en el viaje.

Silabea palabras que apenas oigo, asombra

esa mirada suya penetrante y tranquila,

se dijera que ansía que su clara pupila

aprisione los bellos pormenores que nombra.

Los demás, abstraídos, el paisaje olvidamos.

El pensamiento nuestro cesa de hilar, reposa…

Yo me he dicho ante el niño que admira el

cielo rosa:

él es el más poeta de los que aquí viajamos.

 

Ligeia, tu recuerdo…

 

Ligeia, tu recuerdo da color a mis tardes.

Está en la luz como una presencia clara y suave

y es el aroma limpio que viene del paisaje.

Tu voz, desvanecida por la ausencia, perdura

más que como una música

como otra imagen tuya.

Tu recuerdo, Ligeia, despierta antiguos sueños:

las baladas que nunca llegué a escribir. Me acuerdo,

cuando digo tu nombre, de los primeros versos.

Evoco los sencillos ejercicios de piano

que estudiabas, tan blancos

como tus finas manos.

Pienso en el libro diáfano que en voz baja leías

y en los últimos cielos que vieron tus pupilas

en un septiembre lento con olor a glicinas.

Por eso tu recuerdo da color a mis tardes…

 

Estancias de la primavera

 

I

Vas por ese sendero florecido

que has cuidado lo mismo que si fuera un hermano.

Con el libro de versos de un poeta querido

llevas la primavera nostálgica en la mano.

II

Se hace sensible el agua como si comprendiera

que son nubes y ramas las cosas que ella mece.

Cada regazo acoge la nueva primavera

y entre la brisa el eco del otoño florece.

Domingos de septiembre con el color sereno

de los primeros sueños que del alma se adueñan.

El sol hace más honda la fragancia del heno

y los enfermos sueñan…

III

Tardes de primavera vuelven a mi memoria

y recuerdo mi infancia que fue una larga tarde

detenida en un vasto jardín enarenado,

con cielos de acuarela y álamos musicales.

 

Mis primas, los domingos…

 

Mis primas, los domingos, vienen a cortar rosas

y a pedirme algún libro de versos en francés.

Caminan sobre el césped del jardín, cortan flores,

y se van de la mano de Musset o Samain.

Aman las frases bellas y las mañanas claras.

Una estatua impasible las puede conmover.

Esperan la llegada de las tardes de otoño

porque, tras los cristales, todo de oro se ve…

Y vienen los domingos a cortar rosas. Saben

que el eco de sus voces para mí grato es.

Entre las hojas quedan sus risas armoniosas;

ellas seguramente se ríen sin saber.

Mis primas, cuando llueve, no vienen. Dulcemente

aparto los capullos que el viento hará caer;

hago un ramo con ellos y pongo bajo el ramo

un volumen de versos de Musset o Samain.

 

Soneto

 

¿Qué resplandor remoto así te alumbra?

¿De dónde viene ese fulgor que baña

tu palidez de estampa en la penumbra

o qué ángel de la guarda te acompaña?

Cielo que no es el cielo azul celeste,

otro cielo más puro es el que miras.

Al contemplarte pienso que respiras

un musical ambiente que no es éste.

Tu ser, casi irreal, sensibiliza

el aire que circunda tu presencia

(Aire como de sueño no soñado).

En tus silencios largos se eterniza

la callada inocencia

del ángel tutelar que va a tu lado.

 

Anexo biográfico

Según sus propias palabras: “He nacido en La Plata, ciudad de silencio uniforme, de calles soleadas, de cielos claros, el 6 de julio de 1904. Bajo estos cielos he estudiado las cosas esenciales y escrito versos desde niño. Amo de veras la paz remansada que se difunde por su atmósfera, y el dilatado ocio que convierte los días de la semana en un domingo perpetuo”.

Según su sobrina Estela Calvo de Reca: “Minucioso, exigente con su propia apariencia, coleccionista de corbatas y sombreros, era amigo de charlas nocturnas de café y de club… También es alegre en su correspondencia, ingeniosa y comunicativa… Lo es en los folletos, que imprimía precariamente en algunas tradicionales y ya desaparecidas librerías con trastienda… Si analizamos las circunstancias que rodearon su vida… más difícil fue y será aceptar la decisión de su muerte. Sin embargo, se mata. Tenía 23 años. Esa actitud, ese momento, ese instante en que la atracción de la sombra supera el derecho o el esfuerzo de vivir… fue, en la inexorable decisión de su destino, su última pasión de autenticidad”.

Después de Almafuerte, cuya adscripción a la historia literaria de La Plata seguirá sumando exégetas y detractores, quizás es Francisco López Merino (1904-1928) el primer poeta platense de trascendencia nacional.

Hijo de América Merino y el escribano Francisco Toribio López-ambos de nacionalidad uruguaya-, Francisco López Merino, o “Panchito” como sus amigos lo llamaban -nació el 6 de julio de 1904 en La Plata; la misma ciudad que lo vería morir veintitrés años después. Su infancia hasta los siete años fue la de un niño mimado, al igual que sus cinco hermanas.

López Merino no realizó estudios sistemáticos, pero dice Marcela Ciruzzi que “fuera de los claustros escolares, Panchito era un excelente lector, de gustos exquisitos, notoriamente afrancesado. Siempre se lo veía con un libro bajo el brazo dispuesto a ‘saborearlo’. Con frecuencia leía en francés, idioma que aprendió a traducir y a hablar prácticamente solo. Reunió una biblioteca de valiosos volúmenes de sus escritores preferidos: Francis Jammes, Albert Samain, Paul Valéry, Alfred de Musset, Charles Baudelaire, Paul Verlaine, Théodore Banville, François Coppée, Stéphane Mallarmé, Gustav Verhaeren, Maurice Maeterlinck, Jean-Jacques Rousseau, Max Elskamp, Henri Frédéric Amiel, Guillaume Apollinaire y muchos otros. Y también le fue fácil dejarse subyugar por las figuras más difundidas entonces del modernismo literario: Rubén Darío, Amado Nervo, Juan Ramón Jiménez; y por clásicos como Virgilio o argentinos como Enrique Banch o futuristas como el italiano Filippo Marinetti o por el cautivante Edgar Allan Poe”.

Sus días de ocio en la joven capital de la Provincia apenas estuvieron matizados por poco exigentes trabajos administrativos: primero en el Ministerio de Hacienda y más tarde en la Comisión de Presupuesto de la Cámara de Diputados. Cultivó, eso sí, una intensa vida social y numerosas amistades. Incluso llegó a alimentar algunas preocupaciones políticas, adhiriendo, como la mayoría de los escritores jóvenes de entonces, al yrigoyenismo.

En la tarde del 22 de mayo de 1928, en uno de los baños del Jockey Club de La Plata, Francisco López Merino se suicidó de un disparo de revólver en la cabeza. Los motivos de esta terrible decisión nunca han podido saberse.

Termino recordando una frase de Borges: «La tarea del arte es transformar lo que nos ocurre continuamente en símbolos, en música, en algo que pueda perdurar en la memoria de los hombres (…) Un escritor debe pensar que todo le ha sido dado para su obra. Pienso en la humillación, en las enfermedades, en el fracaso, en la pobreza; todo es una arcilla para la obra.» Ciertamente, Francisco López Merino lo supo.

 

Fuentes

Introducción a la poesía y prosa modernas. David Zambrano. Buenos Aires, 1962.

Obras Completas. Jorge Luis Borges. Emecé Editores, Buenos Aires, 1974.

Francisco López Merino, poeta niño. Marcela Ciruzzi.

http://bibliotecalopezmerinolp.blogspot.com/2008/07/homenaje-francisco-lopez-merino-80.html

Historias de Cemento: Palacio López Merino, la residencia que guarda un misterio