Hacen 28 grados y no sé cuánto de térmica, pero si te quedas al sol un momento sentís el infierno comenzar a penetrarte por los poros. En medio de esta situación, pasa por la vereda una madre con su hija de la mano. La nena va cantando y saltando como si fuese infalible al infierno penetrando por los poros, como si su alegría infantil le venciera a la realidad material ante la cual todos los seres humanos de esta ciudad hoy nos enfrentamos: el calor de mediodía. 

En ese instante breve de observación me doy cuenta que le envidio muchas cosas. Por ejemplo, envido su edad, porque tiene el derecho de ser frágil y vulnerable ante los brazos maternos. Su despreocupación ante las condiciones y hostilidades de este mundo, propio de su inocencia, porque es la cualidad esencial que le permite tener la energía suficiente para ir saltando y cantando, borrando, al parecer, la existencia de lo material inevitable, es decir, el calor. Le envidio también su carencia de nostalgia a la infancia, que como muchos románticos ingleses yo también padezco. Ella no tiene pasado que añorar, está viviendo en cuerpo y alma el estado de ignorancia más pleno y lúdico.

Yo, en cambio, de cuerpo y alma joven-adulta vivo los 28 grados de calor y no sé cuánto de térmica con la mente cansada, pasada por una mala noche de sueño y detestando tener bastante la claridad sobre el estado contrastante que hace a la existencia y a la realidad en términos sociales, económicos, comunicativos, emocionales, que no me permite tener la energía suficiente para siquiera esbozar una sonrisa bajo este sol caliente infierno.