Un día me encontré una convicción en el camino. Estaba atada al pensamiento de una piedra. De noche respiraba cuando todos se callaban. Otra tarde pasé a buscarla y me la llevé con poca convicción de mi parte: no servía para cosas útiles, como prevenir las inundaciones o hacer desaparecer los hospitales. Yo no sé como convencer a la gente con cosas que no existen, y como hablarles de los beneficios de lo improbable. Tampoco sé si esa es mi tarea, o si debiera dedicarme a la otra tarea, que es por la cual me pagan. Por lo pronto, llevé a la convicción hasta el mostrador de un negocio con varios dueños y todos la miraron con ganas de estar haciendo otra cosa en ese momento. A ella por lo visto le gustó esa negligencia en la mirada, pero a mí me inclino a pensar en otras convicciones incapaces de ser vistas ante el ojo común. Otra tarde , cuando el frío y el sol parecían actuar como hermanos, me pregunté por qué buscaría complicarme la vida justo cuando tengo seguridad en mi trabajo. Entonces se me ocurrió otra idea totalmente contraria: que la única convicción que yo tenía debía llamarla por su opuesto o no llamarla, así se haría presente más a menudo. Quería que se le aparezca a algún desprevenido, y causarle un terror capaz de dejarle secuelas invisibles a su razón.

Después de todas esas vueltas, ella se paseaba por lugares cada vez más inaccesibles, se metía en el cajón de las cosas olvidadas, o se armaba un traje de fiesta y se perfumaba, solo para andar de entrecasa. Pero seguía siendo siempre la misma, aunque aún nadie la mirara, ni encontrara lo que perdura en sus variaciones.