La chica de Instagram se tiró un pedo que no salió en la foto. Puso cara de intransigente, aunque su intención era la sensualidad o la tristeza. Como superó los diez mil likes fue lo primero que los ninis vieron hoy por la mañana: se les hirieron las manos buscando una mirada. Las caderas eran tan anchas y la cintura tan angosta que no sería contemplada en la ley de talles. Puso una frase que buscaba valorar la vida y los chanchitos se embarraron. Atrás hay un auto de video de reggaetón sin el detergente. -Si un pobre se asomara los likes bajarían-, pero no había ni vendedores ambulantes: solo ella, auto, césped, trago y make up. Si viera a alguien así en la despensa le daría mi turno. El día era perfecto y la noche apacible: nunca esos vientos de la Patagonia que te dan el efecto Aerosmith. En la foto de noche no se nota la jornada laboral en su cara; sí se notan los fitoesteroles que no sé bien que son pero los veo. En las noticias del día hablan del fin del mundo y la idea no puede arraigarse ni en mí ni en la chica de la foto. Todo es sacro como un cuadro de Miguel Ángel. No hay una sola hoja de gramilla para hacer la imagen más familiar. Sí se ve en un segundo plano un monumento histórico que justificó el viaje. La pose adoptada de más joven fue indiferente al traspaso de fronteras. La chica olió su pedo y fue lo más cercano que tuvo. Su cuerpo era barroco como una heladera con imanes de rotisería. La ficha del dominó me daba narco. El narco puso like y siguió con lo suyo. Cuando comió la torta frita la chica ya no estaba en la foto. Su currículum era mejor que el de una universitaria.
Tomar la distorsión y devolverla multiplicada