Siempre me llamó la atención y nunca pregunté por qué los trenes que viajan de Altamed a Singapur llevan luces coloradas que titilan sobre el techo de los vagones. 

Yo esperaba la llegada del tren de las siete de la tarde sobre el andén principal de la estación de Bestahause para viajar a la ciudad de Neborena. Iba a Neborena para encontrarme con Melisa Andrew, la creadora del momento, la nueva luz del Jackten Village, que concitaba la mirada de todos los directores que buscan un lugar cerca de ella. 

Sheldom, antes del viaje, me había anticipado sobre algunas cuestiones de Melisa y de algunos recaudos a tomar para no fracasar en la primera oportunidad. Sabía muy bien sobre sus gustos refinados y lo ceremonioso que debería ser al momento del encuentro. Ella estaría en la casa contra el lago Lebem donde suele pasar largas temporadas alejada de los chimenteros y muy cerca de sus pasiones: la lectura y el remo. La cita coincidiría con el horario del té, exactamente a las cinco de la tarde en una terraza formada con piedras a la sombra de los añosos robles que cubren la vieja casa casi por completo. 

El lugar era realmente extraordinario, se podía sentir en la respiración la fuerza del perfume y el frío de las mentas. El bufido de los subtes y los compresores de roturas que ametrallan el asfalto de Shangai eran tan lejanos que por momentos la ausencia de sonidos me despertaba una extraña sensación de desconfianza hacia el lugar.   

Al ver la mesa de té servida recordé uno de los consejos de Sheldom, por ningún motivo debería intentar servirme más de una porción de pastel.  Eso podría poner a Melisa de muy mal humor.  Era preferible una tajada abundante que dos pequeñas.  Las asas siempre hacia a la derecha, recordé también.  Sabia que eso podría traerme serios problemas. Todos conocen la indiscutible habilidad de mi izquierda. En cuanto a la derecha, si no la tuviera, lo mismo sería. 

Por los jardines de la casa caminaba el personal con la misma serenidad que la brisa empujaba las copas de los árboles. 

Involuntariamente busqué el paquete de cigarrillos palpando el lado derecho de mi chaqueta. Pero luego recordé la advertencia de Sheldom con respecto al cigarrillo. Melisa Andrew no solamente no tolera el humo sino que detesta a las personas fumadoras. En una entrevista en la revista Single comentó que veía a los fumadores como monstruos humeantes que envenenan el aire, el agua y la tierra. En la revista también aparecían fotos de Melisa abrazada a una piedra y al tronco de un abeto. 

Por eso olvidé mis ganas de fumar y caminé por los jardines observando las distintas especies que crecían en el lugar. 

l sol de las cuatro de la tarde hacía tibia la brisa fresca del lago Lebem. 

Una muchacha de cabello claro trabajaba en un sembradío de especias que Melisa había ideado para agregarle hierbas frescas a sus comidas como el tomillo para el delicioso Sugo griego o las hojas de salvia para los Scalapinos di Mare.  Conversamos amigablemente como si fuéramos afines de toda la vida, acaricié sus manos con tierra y la besé en los párpados antes de recostarla sobre las mentas. Comencé a desnudar su cuerpo blanco, pero recordé que Sheldom había definido a Melisa como puritana ferviente. Ella  sostenía que la mujer que resultara no ser virgen al llegar al matrimonio a causa de la fornicación, merecía ser apedreada como así lo indica el Antiguo Testamento y el Tanaj Hebreo.   

Inmediatamente me levanté del suelo, sacudí mis ropas impregnadas de hierbas y tierra y corrí por el camino que llega al embarcadero con la intención de meterme en el lago Lebem con el agua helada hasta la cintura para refrescar mis ideas. 

De regreso al patio de robles, un hombre mayor me detuvo en el camino y me ofreció una tajada de un gran pan casero que llevaba envuelto en gasas blancas. De la esponjosa miga se desprendían y caían semillas de lino y castañas al mismo suelo donde habían germinado. Qué delicia me dije antes de clavarle los dientes y recordar que la señorita Melisa Andrew también podría disgustarse si me negara a probar bocado de su preferido pastel de Shidmild Gleisis, palabras de Sheldom. 

 ¡Oh, Dios! pensé, estoy atrapado. Sí,  pero cuidado en qué Dios piensas, me había pronosticado Sheldom. Con eso Melisa podría infartarse. 

_¿No hay nadie que quiera ser libre? _grité hacia las copas de los árboles.

_Sí, _dijo serenamente el hombre que llevaba el pan_ Los mandriles de aquí huyen despavoridos hacia Singapur.  En las noches muchos van colgados en los techos de los trenes. Sus ojos parecen luces coloradas que titilan.