Me acorde de él en un relámpago de la memoria. Asociaciones libres; diría Hume. Tenía un almacén en la calle Palau, a media cuadra entre San Martin y Chiclana.
¿Cómo se llamaba? No lo sé. ᠔De origen español, quizá era un Manuel, un José, o tal vez un “Paco”. Nunca le pregunté, o no lo recuerdo. Fue hace unos 30 años. ¿Por qué lo traje a mi mente?
Les cuento:
Eran días de calor. Mes de diciembre. Las instalaciones de aire acondicionado se amontonan caprichosamente. Trabajás sin parar, es la época del año en que hacés la diferencia. Trabajás tanto como tu cuerpo aguante. Hay mucha demanda, tenés que comprarte la comida al paso, donde estés, y rápidamente almorzar en la camioneta para seguir, si querés hacer un buen jornal.
Salía de un almacén del sector Norte, compré una gaseosa, un pan y 200 gramos de jamón y queso. Una mujer entró en ese instante con un niño en brazos. Su rostro triste lucía avergonzado. Eran las marcas del mal momento que estaba pasando. Terrible momento aquel, en que tenés que mendigarle a alguien a quien no conocés. Se dirigió a la almacenera:
– ¿Tendría algo de comer para ayudarme señora?
– No. No puedo darte nada– le respondió secamente. Tal vez cansada de pedigüeños, o quizá sólo era empleada. Quién sabe. Me di vuelta sin pensarlo y le dije extendiéndo el pequeño paquete:
– Tomá, llévate esto por favor.
Me miró sorprendida sin decir palabra. Tomó el envoltorio, en tanto yo, sin necesidad ni justificación, sin que me haya preguntado nada, le dije:
-Estoy bien no te preocupes.
Cosas raras de la mente. Subí a la chata y salí rumbo a la casa de mi próximo cliente. Después de todo; no es bueno trabajar con la panza llena.
Entonces me acordé de él. Volví a verlo. Era delgado, huesudo, de aspecto sano. Tendría entonces la edad que yo tengo ahora, unos 60 años. Vestía invariablemente un mameluco azul, gastado y limpio. Atendía el almacén diligentemente, sin hablar demasiado. Gesto adusto, huraño. Yo iba a diario a comprarle cosas y en varias ocasiones me tocó ver una curiosa escena: los linyeras que dormían la Estación Sud del ferrocarril, y algunos otros; a los que se les podía adivinar una ruinosa situación, aparecían alrededor de las doce de la mañana y por la tarde cerca de las veinte.
Coincidimos, integrantes de ese grupo y yo, muchas veces. El, los conocía. Cuando los veía entrar sacaba un pan, cortaba fiambre y les hacia un enorme sándwich. Lo envolvía y se los entregaba con amable y austero saludo. Sin exagerar, era un rito. Los atendía por orden de llegada. Varias veces tuve que esperar a que los despache, y no ellos esperar a que él se desocupe. Los clientes, entre ellos yo mismo, quisimos algunas veces decir algo al respecto, nos intrigaba esa situación. Pero él no dio lugar, ni explicaciones. Me parecía un gesto bello. No esperaba agradecimiento ni homenaje alguno de aquellos infelices. Seguía trabajando como si nada. De las conversaciones que pude tener, siendo su cliente por dos años, supe que era español. De las charlas que mantuve tiempos después con concudos suyos, me enteré que era un anarquista, desterrado por el régimen de Franco. Corrían entonces los años 91-92. Pronto me di cuenta que agradecía la discreción y el dialogo breve. Que no hiciera comentarios acerca de la actitud que tenía para con esos hombres, los perdedores del sistema. Tampoco por extraño que fuera me parecía descabellado. A veces las personas que han sufrido penurias o miserias en su vida, desarrollan comportamientos solidarios cuando están en condiciones de hacerlo. Es una faceta muy personal, producto de una lección de la Vida más que una información cultural o formación social. Esto es concreto. Es una posible explicación.
No siempre venían los mismos. Otro misterio. A veces unos dejaban de venir y aparecían otros. Pude observar que cuando esto pasaba, se acercaban a él discretamente y le pedían ayuda. El asentía con naturalidad, casi desapercibidamente. A la segunda oportunidad no preguntaba nada. Los reconocía. Sabía lo que tenía que hacer.
A los 30 años no apreciás todavía en su verdadera dimensión lo que significa un auxilio de esos. Sólo aquel que ha perdido su oportunidad, ha sufrido catástrofes de vida, se acerca a una vejez indigente o cae en una situación desgraciada, puede saber lo que aquel acto encierra. Si me esfuerzo un poco lo puedo ver, blandiendo ese pan sagrado, y esas rodajas de fiambre como un aliado en la derrota, un paladín que por hoy, hará retroceder al hambre.
¿Qué habrá sido de tu vida Ángel de la calle Palau? Tal vez no vives, o serás muy anciano. Quien te haya visto en tu misa cotidiana, debió aprender que un gesto humilde, una contribución modesta en un momento desgraciado, puede hacer la diferencia entre sentirse arrasado y un empujón para enfrentar la adversidad. ¡Qué mundo de mierda es este, viejo almacenero! Ojalá que muchos, tus hijos, tus nietos hayan podido aprender algo de tu generosa bonhomía. Donde quiera que estés te mando este recuerdo, y comparto con amigos esta pequeña y agradable historia que tan solo me costó el almuerzo.