Cuenta la leyenda que una vez, el murciélago fue el “ave” más bella de la Creación. Cuesta creerlo, por su parecido con el pterodáctilo, salvando el tamaño. Pero así son las leyendas, bastante arbitrarias, para mi gusto; tan arbitrarias a veces como lo es la misma Creación.

El murciélago por aquellos tiempos era el mismo bicho repulsivo que conocemos hoy, y se llamaba “biguidibela” (biguidi = mariposa y “bela” = carne; el nombre venía a significar “mariposa desnuda). El monstruito, consciente de su fealdad, como así también de su desnudez, que hacía que en vuelo se cagara de frío, buscaba zafar de cualquier forma. Como recién comenzaba todo en el mundo, en la ventanilla de reclamos ya se sabe quién atendía. Así que el biguidicomosea, se fue bien arriba con su demanda de plumas, como las que ya le había visto a otros animales voladores. Pero lo encontró al tipo en un día en que no le cabía ninguna, cansado de atender el departamento de satisfacción garantizada, y éste le habló clarito:

Fiera, no tengo stock, no me llegan hasta el mes que viene, así que si estás apurado, vas a tener que manguear una pluma a cada pajarraco que veas circulando por allá abajo. Salteá a los pterodáctilos, porque andan con el mismo problema que vos. Es un cuestión de mercado, pero va a pasar.

El murci se largó en vuelo en picada hasta que llegó a las alturas donde haraganeaban las aves, pero como era feo pero no tonto, fue a manguear a las que tenían plumas de hermosos colores: loros, pavos reales, faisanes, cacatúas, quetzales y siguen las firmas.

Pero cometió el error básico que cometen los personajes, aún los de leyenda, cuando se desclasan y olvidan rápidamente sus orígenes y a los que lo ayudaron en el viaje: comenzó a volverse contra sus benefactores, actuando con tanta soberbia hacia ellos, que hacía pensar que toda su vida había sido un bello plumífero. Encima, como un eco de su vuelo, un día con su aleteo creó el arco iris. Una gastada tras otra hacia la comunidad avícola. Estaba agrandado como nariz de careta. Muy pronto tuvo el Barba un piquete de aves (posiblemente en ese momento se haya inventado el piquete) encabezado por su delegado, un nervioso colibrí, que no dejaba de agitar las alas como un ventilador de auto, mientras exponía la situación. El Barba, luego de advertirles sobre lo desagradable que era ser alcahuete, (“dejen eso para el loro” – dijo – “que ya está jugado”), recibió la queja y les anticipó una pronta solución. Comprobó por sí mismo que el murciélago no se contentaba con disfrutar de sus nuevas plumas, sino que efectivamente las usaba para humillar a las aves que se las habían donado, y lo convocó a subir, aunque no para siempre, no se asusten. En el pico de su soberbia, el murciélago se puso a aletear frenéticamente como un poseído delante del Creador, que murmuró para sí:

—–“Éste es un adelantado…”

El aleteo finalmente lo dejó en pelotas, como al principio, y desde entonces solo vuela en los atardeceres en rápidos giros, porque hay que reconocerle que el radar lo traía de fábrica, como si cazara plumas imaginarias, sin detenerse para que nadie advierta su fealdad. Cuentan que desde entonces se dedica a morder a los caballos en el campo, y los pone rabiosos. Como la posibilidad del vuelo les está negada, éstos, en vez de piquete, tuvieron que mandar arriba a Pegaso, el primer caballo alado delegado de la historia. Pero esa es otra leyenda…