Uno piensa que sabe algunas cosas del penal. También tiene la certeza de que hay muchas otras que ignora. Lo difícil es darse cuenta hasta qué punto se ignora lo que se ignora.

Hay un hermetismo en los alumnos que considero oportuno respetar evitando cualquier pregunta fuera de tema.
Pero también tengo curiosidad, por eso ando con el oído atento para atar palabras, comentarios, tratar de entender desde fragmentos. Sospechar, más que otra cosa.

¿Qué pasa con este alumno que no viene? No sé. ¿Quién es éste que figura en la lista? No sé. ¿Conocen a tal? No. ¿Por qué no hubo clases ayer? No sé. 

Por lo demás, la relación es cordial y hasta afectuosa. Nos damos la mano al llegar, nos reímos bastante, debatimos. Me agradecen el haber ido. Estudian mucho.

También pasa otra cosa. Es difícil sacarle la edad a los alumnos. No porque la oculten, sino porque no la aparentan. Cuando hace un par de clases un alumno me contó que tenía 28 años no lo podía creer. Estaba avejentado, muy avejentado.

Entonces aparece un pibe que aparenta 26, charlatán, alegre, solidario, y uno piensa que es nuevo en el sistema. No llegó a avejentarse. Cuenta que llegó 10 minutos tarde porque se atrasó en la biblioteca devolviendo La Metamorfosis de Kafka, un poco ofendido porque nadie le había preguntado qué le pareció el libro y entonces me lo cuenta a mí. Me cuenta que para él era una biografía del autor, que se murió de tuberculosis y se llevaba mal con la familia. No para de hablar, emocionado. Nos hizo reír a todos como 15 minutos con sus comentarios y su acento hipercordobés. El resto de los alumnos ya se había empezado a reír apenas abrió la puerta y se presentó con una especie de reverencia. Ya lo conocían. Era su primera semana en la escuela.
Me pidió un Martín Fierro para llevarse al pabellón y ponerse al día. No hay ninguno en la biblioteca. Vi una oferta en una librería y compré cinco. Los llevo y los traigo porque los alumnos dicen que si los dejo ahí se los llevan. En estas semanas presté los cinco, hasta el martes esos libros están privados de su libertad.

El lunes también hubo incidentes y los profesores no pudimos entrar a dar clases. Al llegar el martes los ánimos estaban caldeados y, si bien los guardias nos tratan correctamente, las medidas de seguridad se multiplicaron. Todas las puertas cerradas, nadie caminando en los pasillos, tono imperativo, más guardias. 
Cuando llego al aula, mi alumno cordobés no estaba.

Había un alumno nuevo, más o menos de su edad, J.P. Parco, tiene cara de malo y mira con desconfianza. Me acerqué a su banco a darle la mano y la bienvenida. Ahí bajó un poco la guardia.
De los cinco libros que compré no me quedaba ninguno porque ninguno de los alumnos que se los habían llevado la semana pasada apareció. Sólo tenía el que uso yo. Por eso empecé a preguntar. ¿que le paso a R.? ¿Qué R.? Ah si, el negrito, no sé. ¿Y D.? No se. Y J. ¿Qué J.? El chico cordobés de la vez pasada. No sé.
– «Tuvo bondi» – Dijo J.P. – Por él fue el bondi de ayer.
Nadie dijo nada. Lo miraron con algún interés pero en silencio. Me pareció que el pibe había hablado de más. Sin embargo J.P., con cara de malo y actitud desconfiada, el menos hablador de todos, conocedor de los códigos, siguió hablando.

Lo que dijo después no sé para quién lo dijo. Claramente no me estaba hablando a mí, pero creo que tampoco a sus compañeros. Creo que estaba hablando con él mismo, por necesidad.

Lo que dijo tampoco lo dijo con claridad, al menos no para mí. Dijo medias frases y usó terminología específica. Sólo pude pescar algo de todo eso y tratar de reconstruir.

Lo que reconstruí no lo reproduzco porque pueden no ser más que sospechas cifradas en palabras de un lenguaje que no entiendo, en un mundo que no entiendo. Solo escribo lo que escuché.

Dijo que compartían pabellón. Dijo sometido. Dijo comé acá, sentate allá, vení conmigo. Dijo banda, dijo extorsión, dijo tiene guita. Dijo hospitalización. Dijo juez familia requisa bondi. Dijo 10,6 de conducta. Dijo que volvió y no estaba, había un cartelito. Dijo traslado. Dijo pabellón de conducta. Dijo no sé.

Ni un gesto de emoción se le escapó al decirlo, pero yo sospecho que eran amigos. Sospecho, nada más.
El único comentario para mí lo hizo M., el avejentado de 28: «acá adentro hay que sobrevivir, profe.»
También M. me dijo «parece que es la maldición del Martín Fierro. Cada uno que se lleva un libro tiene bondi en la semana»
J.P. se quedó hasta el final y me dijo «Maestro ¿Me presta el libro que le queda para ponerme al día? Le prometo que me banco la maldición y se lo devuelvo la semana que viene». Se lo llevó, con cara de malo. Me dio la mano antes de irse.

Pensaba llevar un texto de Viñas para trabajar la idea de los dos infiernos en Fierro y analizar la figura del indio. Ahora ya no sé. Es como ir de afuera, después de tomarme unos mates, a hablarles del infierno en el infierno.
Planifiqué el año en torno a la representación del encierro en la literatura como eje problemático. Creo que me equivoqué. Sacando un par de autores que lo vivieron ¿Qué saben todos los demás? ¿Qué sabemos los que no estuvimos? ¿Con qué derecho escribir? Gente que no estuvo, escribiendo sobre algo que no sabe, para otra gente que no estuvo y lee desde esa ignorancia.

Ahora pienso que tendría que haber pensado todo al revés, pensar textos que los saquen de ahí aunque sea un ratito.
Libertad, ese era el eje. No encierro.