Limpiar la pluma, cargarla, probar el trazo, testear que ninguna fibra se haya quedado enganchada. Ya está, comenzar a escribir, oler la tinta, sentir la textura del papel bajo las manos, calcular los trazos, dibujar esmeradamente cada curva, cada punto, cada tilde. Esperar que la tinta seque, soplar, no, esperar, siempre. No hay espacio para la revisión a que nos acostumbran los dispositivos electrónicos, no hay posibilidad de repasar. El escrito es, debe ser, en una dimensión previa a su materialización. Las palabras se ordenan como música, a la vez que arquitectura y trama, como dijo Benjamin. Maravilloso aforismo de Calle de dirección única que nos demanda preguntarnos sobre el sentido actual del escribir.
Cuando a mediados de marzo se anunció la cuarentena obligatoria, probablemente haya habido quien celebrara la invitación como modo de evitar las diarias y penosas obligaciones. La fantasía del feriado inesperado y largo, laaaaaaarguíiiiiiisimo. Poco se tomó consciencia de que la supuesta libertad no era tal, había que reconfigurar las prácticas -diarias, penosas y obligatorias- de manera de salvar la situación en la esfera en que se desempeñaba la actividad productiva. Las habituales interacciones cambiaron de forma, la multitarea comenzó a definir los tiempos de todes, aunque ya no tan de todes, porque fue difícil separar los tiempos de producir, de expresar, de contactar. Nuestras relaciones se sumergieron en el confuso tiempo de las redes.
En Argentina llevamos casi doscientos cincuenta días de cuidado, de no volver a oficinas, aulas, a la calle, más que para lo esencial -quienes todavía tienen el privilegio del trabajo, la vivienda, el cuidado. Terminaba el verano y las redes explotaron de urgencias reprimidas por comunicar: hubo quienes compartían su despertar, su trajinar en pantuflas, su redescubrir el espacio y el tiempo individual. Poco a poco, se fueron multiplicando las alternativas para ocuparlo, como si el descubrimiento representara una catástrofe insalvable. También para anularlo, comenzaron las reuniones virtuales, encuentros en los que la lectura en voz alta simulaba un compromiso, en realidad inexistente, por un hacer colectivo.
Para el otoño, fuimos fortaleciendo este ser a distancia, salvando las dificultades -algunes, les mismes de siempre, siguieron insistiendo en la imposibilidad- que la conectividad nos sigue proponiendo. Pasó el primero de mayo sin celebración: trabajando (no dejan de asombrar las acepciones que tiene este hacer domiciliario). Algunes solo han trasladado su natural e irreflexivo hacer frente a un espejo sin devolución alguna. Se nota en la mano que acomoda el cabello, en extraños acercamientos a la cámara. ¡De la que se perdió Narciso! Han proliferado las imágenes de quienes tienen esa necesidad de exponerse, se han convertido en ritual cada vez más sofisticado. En las redes, siempre en las redes. Fue la oportunidad para esgrimir opiniones sobre lo político y lo económico, filosofar sobre el futuro, sobre nuestro mundo, de predecir los modos de salir de la situación … Varios volúmenes a lo ancho de occidente lo prueban. Debates variados que animaron en la distancia las ocurrencias de colectivos variados. Los músicos inventaron el modo de ensayar; los museos, de resolver las recorridas virtuales; los artesanos llevaron sus ferias a la virtualidad para mostrar y ofrecer sus destrezas y resultados, y así. A muches escritores y escritoras se los ha leído menos: dicen que es imposible en el nuevo presente sostener sus usos, que falta concentración para leer, que la circunstancia les oprime. Hay algo de este hacer que sigue representando un enigma.
El invierno habilitó otro modo de estar: encerrados, comentando brevemente listados de series y películas, compartiendo mil alternativas para las levaduras y las harinas, mientras se exploraba el modo de seguir, cuando la sentencia ya era definitiva. No habría vuelta a la presencialidad hasta avanzado el 2021. La vacuna, la promesa más deseada, no llegaría. ¿Cuántos semestres tendría esta condena? Unos días atrás, Instagram consulta (¿o no?), informa, las nuevas condiciones de uso. Da cuenta de un ruido en su funcionamiento. Parece que a su pariente más antiguo, Facebook, no le ha sucedido lo mismo. Los imperativos para esta red se refieren a si tu producción será o no proba, si te remitirán tal o cual información comercial que no pediste, que si aprovechan tu target informacional o no … También ilustra un abandono progresivo del escribir, hashtag instantáneo, de duración efímera, de cuidado aún menor. Esta historia en ‘fast forward’ dejó atrás el desafío de producir un evento con la escritura y la imagen y optó por la brevedad, por la provocación simple, por la imagen.
En el final era el verbo … Se anuncia la presentación, es el título del libro de una antigua compañera de andadas. Aunque su verbo es el que lleva mayúsculas, dio que pensar en estos tiempos raros: ese articulador de sentidos está siendo olvidado. Se prefieren los infinitivos y los gerundios, formas que anulan las relaciones de compromiso de agentes, se eligen las que descuidan el esquema proposicional. Puras figuras, sonoridades más o menos remanidas, juegos no siempre consistentes, dominan las producciones. El universo se ha poblado de expresiones de ese tipo. Narciso redivivo en las publicaciones, interacciones mínimas, volúmenes enteros de descuidos.
La escritura ha amparado a la humanidad en medio de la tormenta de la modernidad. Su difusión, como consumo y como despliegue posible de las subjetividades, fue garante de la forma más virtual de progreso (tal vez la única forma para muches), capaz de articular las relaciones, de dar cuenta de la vida toda, el escrito. Las formas que heredamos le deben su sentido, aun cuando quieran olvidarlo. El giro hacia la imagen, su difusión -profusión- va desplazándole de su trono. Crea alternativas que no garantizan más que identidades consuntivas. Las excepciones sueñan el texto públicado, aunque han olvidado su sentido, esperan fortalecer la evanescencia de aquella.
El curso de este año de distancias también nos ha apartado la ilusión de cercanía de muches cuya figura fue señera, más o menos cercana. Se fueron Pino, Fontova, Quino, Maradona, Tony Morrison, Sean Connery, Lagerfeld, Mary Higgins Clark, Douglas y von Sidow, la madre de Miguel Bosé, el padre de Ásterix, la voz de los Les Luthiers y el policía malo de Rambo. Una lista interminable que vio en las redes una eclosión de sentimientos expresados en muchas imágenes y pocas palabras. Figuras del mundo de la política, del deporte, de las artes y las ciencias fueron celebradas con fotografías y caricaturas, escenas y clips, en los que las imágenes pretendieron valer “más de mil”, pero poco se mantuvieron. La contrición fue efímera: un año de malas noticias, que se acumularon en ese repositorio inestable que ofrecen las redes. No hubo lugar para abrazos, poco para celebraciones colectivas: un día en exposición para ceder a otra mala/buena/mejor noticia. Para pocos, la opción fue la anulación de la palabra: el silencio. La imagen en estos tiempos es puro ruido, nos atormenta, nos obliga a concentrarnos, nos suspende en un continuo y poco memorable presente, nos distancia de otres. Se acumula como imaginamos la basura en el espacio exterior, no la vemos, pero la sospechamos.
El silencio es también una oportunidad para comprender los modos de hacer de estos tiempos. Detenerse, observar, analizar, comprender, conceder el sentido de otras opciones, evitar los juicios, sostener la conversación, aun sin ofrecer palabras. El relato y el drama bien pueden ser reemplazados por la imagen, pero cierto tipo de experimentación poética no podrá encontrar un lugar en ese reservorio ruidoso. Probablemente, como sugiere Steiner, no hallen inicialmente interlocutores, pero podrán proyectarse hacia el futuro, como posibilidad para nuevos e insospechados diálogos. Si la novela ha sido cimentada por la primera modernidad capitalista, la producción audiovisual es su cúpula con destellos impresionantes. Poco podemos esperar como humanidad si profundizamos este presente “como episodio de la autodefinición personal, del egoísmo en el sentido propio, entre muchas eras históricas anteriores y posteriores al ser colectivo. Tal colectividad cambiaría la naturaleza del arte y la literatura. La voz del hombre sería nuevamente coral.” (En Lenguaje y silencio. Madrid: Gedisa, 2003, p. 318)
Es tiempo de volver la página. “Para elaborar una buena prosa es preciso subir tres escalones: el musical en el que hay que componerla -ritmo, tonos, armonías, discordancias, sintaxis y más-, el arquitectónico, en el que hay que construirla -una historia, un esquema base, las herencias y las deudas familiares, los prototipos significantes consolidados-, y el textil, en el que hay que tejerla -la comunicación, la voz que reúne, la que permite visibilizar el futuro, uno con verbos”.( Benjamin, en Calle de dirección única. Madrid: Alfaguara, 1998: p. 37) Puede abrirse la sugerencia a otros formatos, el poema encontrará su forma en otras tradiciones, la interacción dramática recuperará el ritmo de la conversación sincera, el relato se deberá al desafío de combinar las tres dimensiones. El aforismo invita al comentario, es inevitable en nuestros tiempos de supuesto alfabetismo extendido y de evidente desvanecimiento de las tramas que sostuvieran las prácticas verbales.
“Para escribir es preciso empezar a escucharnos” afirma en una entrevista la poeta y editora patagónica Aixa Rava, lo que sin duda es cierto. Pero no alcanza con que la voz personal nos interpele, nos invite a la discusión -o a la disconformidad. Para escribir es preciso empezar, volver, a escuchar a otres: la necesidad de reconocer otras voces como parte de la propia historia, para reconocer sus juegos, para descubrir la arquitectura que les cobija, para explorar universos que obligan a levantar la mirada. Y, por fin, para comprender que la escritura vino a salvar la distancia respecto de otres, en nuestros presentes, en nuestros territorios, con quienes vendrán a indagar las razones de los suyos.
A limpiar la pluma …