Por la noche soy muy hábil
encontrando caras
en las maderas del techo;
también durante el día,
pero la noche es peor
porque es involuntaria.
Siempre, desde chico,
fui muy hábil para esto;
ahora, de grande,
mi compulsión ha excedido las maderas:
ahora encuentro caras
en una sombra,
en un gesto,
en la ausencia de un gesto,
en un conector que falta,
en un punto que sobra,
en una mirada esquiva
que dura solo un instante,
o en un saludo
con un dejo de desgano
casi imperceptible.
Veo sus caras,
las caras de todxs,
aunque intenten ocultarlas
detrás de una sonrisa
o detrás de la euforia,
que no es más
que la sonrisa del cuerpo.
Perdón, yo les juro
que no quiero ver las caras
que hay debajo de sus rostros;
si pudiera, les creería felizmente,
ingenuamente,
pero es que tanto tiempo
descubriendo caras en el techo
me ha convertido en un profesional.
Ahora encontrar caras
es siempre un acto reflejo,
pero eso no significa que la noche
ya no tenga nada que ofrecerme;
pues si hay algo
que la noche anhela
es que la llamen única.
El verdadero problema
con esto de encontrar caras
es la noche;
no la noche del día,
sino cualquier noche,
cualquier otra noche
donde la sombra se pose en el alma.
El problema es la noche
porque ahora
-de noche-
todas las caras
son la cara de la muerte:
en las maderas,
en la sombra,
en el gesto,
en el conector ausente
y en el punto que sobra,
no me es dado ver
otra cosa que su rostro,
oscuro y avaro,
acechando siempre
ahí donde algo se cubre.
conjunto de incertidumbres