Tener una llaga

no es doloroso:

tener una llaga es molesto.

Molesta la llaga

cuando roza con el diente,

cuando la comida pincha,

cuando la bebida duele.

Pero no: tener una llaga

no es doloroso

porque el dolor,

pequeño y punzante,

no se extiende sino

por un instante efímero

y entonces

cuando lo digo en voz alta

mis palabras mienten.

Mis palabras mienten

porque no expresan lo real:

tener una llaga

no es doloroso;

tener una llaga es molesto.

Molesta

porque toda aspereza

es de pronto un arma blanca:

las cosas que antes

convivían armónicas

ahora se tornan insoportables.

No soporto, por ejemplo,

cuando rozan con la llaga

palabras recriminadoras;

tampoco soporto

el roce de la llaga

con el mal sueño,

con la ausencia de café por las mañanas,

con el tiempo en soledad

perpetuamente interrumpido.

Tener una llaga

no es doloroso:

tener una llaga es molesto.

Pero no me molesta

tener una llaga;

me molesta el mundo

que sigue y sigue y sigue

e insiste en que yo lleve

esta dieta poco saludable

que me hará tener llagas

por el resto de mis días

y que las llagas se irriten

por el filo de espadas.

Tener una llaga

no es doloroso,

no, tener una llaga es molesto

y todo el mundo sabe

que hay dos opciones

para curar una llaga:

o bien la sal,

dolorosa y directa,

cuyo efecto se paga

con numerosas lágrimas;

o bien el bicarbonato,

remedio más gentil

de tratamiento extenso,

que no exige

el suplicio de la carne.

Tener una llaga

no es doloroso;

tener una llaga es molesto

y para curarla se necesita

o sal o bicarbonato

y yo

bicarbonato no tengo.