Quien diga que no, que nunca, que ¿cómo es eso?, o es un farsante o una de esas pocas excepciones que hacen que la regla sea regla y no excepción. Ya no es novedad que hoy por hoy todos estemos enredados, y hasta los más analógicos se enredaron a la fuerza en esta última (¿última?) pandemia.

¿Quién no tiene una cuenta en alguna red social hecha a su medida? ¿Quién no ingresó en una app de citas, aunque sea para «ver qué onda»? Ya hay para todos los gustos. Y no sólo eso, todos los aspectos de la vida están cubiertos por la era digital. La red atrapa tanto a los sectores más acomodados como a los más desfavorecidos de la sociedad.

Y sí, hasta el amor fue enlazado por el algoritmo. No hace falta nombrar la cantidad de aplicaciones que prometen esa «media naranja» que el espejo bien podría darte sin cobrar peaje.

Pero no es nuevo que el amor y la felicidad sean motores infalibles que mueven montañas. El amor en particular, una apuesta segura que capta la atención y hoy constituye otro bien monetizable para el capitalismo. En otras palabras: el amor es un curro.

¡Vaya novedad!

Recuerdo un amigo que estaba fascinado por un tal Mario Luna. Coach, filósofo y autor de una trilogía –si cabe el término– que promete técnicas de seducción y «ligue» tan eficaces que harían sonrojar a la mismísima Afrodita. ¡Obvio que exagero! En fin, en sus libros dice tener «el método»; conocer con exactitud la psicología femenina –sentencia bastante osada y reduccionista por cierto–. Esto hizo a mi amigo ingeniárselas para conseguir aunque sea alguno de sus famosos libros –en versión pirateada obviamente–, fotocopiarlo –en lugar de los apuntes de cátedra– y hasta leerlo –hábito que no acostumbraba para nada–. Yo le hablaba de otro autor que también había escrito sobre el tema, aunque hacía unos cuantos siglos atrás y en un tono distinto, allá en Roma. Un tal Ovidio. Pero él no me prestaba ya atención. Tenía su Mario Luna truchado en brazos, fotocopiado y encuadernado a mano por la empleada de la fotocopiadora. Yo me seguía riendo solo recordando un Ars Amandi que leí una sola vez y me marcó para toda la vida. ¡Gran obra! Que hoy sea la prueba de que esta historia no es para nada nueva es circunstancial.

La anécdota

Podría decir que le pasó a mi amigo o a alguien más; pero sería seguir alimentando tabúes. Me pasó a mí y listo.

La pandemia fue una suerte de Gran Hermano. Sin lugar a dudas el encierro tuvo efecto en nuestros hábitos, afectó nuestra conducta y se intensificaron nuestras emociones. La imposibilidad de juntarnos, compartir, charlar y etcéteras nos volcó a la virtualidad. En este contexto yo fui uno más.

Había visitado ya algunas cuantas aplicaciones para citas –mi huella digital no me dejará mentir– pero en esta última época de confinamiento se produjo un boom tan grande en este terreno que no quise quedarme afuera. La publicidad en redes sociales también tuvo algo que ver en todo esto.

Refloté mis cuentas olvidadas; hice nuevas sobre las cenizas de las ya eliminadas –lo normal–. Datos sobre datos, perfiles para todos los gustos. Contraseñas de ensueño para los crackers. Todo vinculado con todo, en ese microcosmo digital que suena light e «intuitivo» pero a veces puede volverse bastante denso.

Navegué por esos lares sin grandes resultados. Lo de siempre. Sí conocí gente, si eso es conocer… Pero sinceramente no sabía ni por qué ni para qué estaba allí. Pasé el rato, consumí mi tiempo sin esperanza de un encuentro futuro. Ahora que lo pienso mejor no era lo que quería, era lo que estaba al alcance: virtualidad o muerte.

Hasta que un buen día di con una página novedosa que prometía no ser como las demás. La página desde su nombre en inglés prometía «más citas» –el viejo truco–. Fue demasiado fácil acceder a ella, lo que de entrada llamó mi atención.

Una vez registrado allí una catarata de mensajes saturó mi bandeja de entrada diciéndome que era «nuevo» y consecuentemente interesante y lindo. Creí que al fin el universo se había alineado a mi favor y que se estaba haciendo justicia con mi belleza hasta ese día oculta.

Pero no duró mucho la alegría. Algo estaba mal con esas chicas. Respondí dos mensajes (dos), después de eso ya no pude responder más sin pasar mi tarjeta. Pero resulta que no tengo tarjeta. Mientras tanto los mensajes seguían acumulándose de manera alarmante. ¿Cómo podría contestarles a esas chicas?

Pero como cuando jugás a alguno de esos jueguitos retro de cartucho y descubrís un patrón que se repite y ves los hilos -tipo Matrix- de esa realidad, bueno así, aburrido empecé a leer con más detenimiento aquellos mensajes.

La palabra diversión se repetía una y otra vez. Estrategias de chamuyo prototípicas se usaban sin mezquindad. Un «te vi una vez» me hizo dudar; pero al volver de ese trance me dije: ¿Esto es real? ¿Me están chamuyando minas reales? ¿Usando las mismas estrategias que usaría un hombre? ¿Tantas creen que soy lindo? ¿O esto es una farsa?

Con esas dudas acuciantes empecé a analizar de otra manera la situación. No podía ser esto real. Mis supuestas pretendientes tomaban siempre la iniciativa, bastaba que visitara su perfil para que me encararan; siempre estaban dispuestas –no dormían–; siempre alegres y seguras de sí mismas fuera cual fuere su silueta. Además no podía dejar pasar un detalle: nunca me habían mandado a la mierda considerando el tiempo llevaban, supuestamente, esperando mi respuesta. Eran ideales pero sin chispa, a pesar de la aparente frontalidad.

Fin del misterio

¿Dos mensaje solamente? ¡Eso era un robo! Había que comprobarlo pero otro aspecto recurrente de estos chats era la referencia exacta a datos de mi perfil del tipo: «así que sos soltero según tu perfil», «tenés x años justo lo que estoy buscando», «¿Sin foto de perfil? ¡Qué misterio!». En fin, no podía parar de gustarle a nadie.

Entonces decidí retocar un poco mis datos para ver como reaccionaban mis fans a estos cambios. Ahora era casado, con diez hijos, cien años y sin foto de perfil. Y para mi sorpresa seguía siendo una tormenta de facha. Me seguían amando.

No había más que agregar. Timo comprobado. No importaba lo que pusiera en mi perfil, siempre tendría a mis fieles seguidoras.

Resulta que esta no es la única página de este tipo. Estas páginas existen hace mucho y nacen con dos propósitos bien claros: robar dinero y almacenar datos para robar más dinero. Sus bots son bastante creíbles hasta cometen errores ortográficos y usan expresiones habituales. Lo que no pueden imitar es esa chispa de la que hablaba; pero la singularidad tan temida no está tan lejos, la inteligencia artificial ha llegado bastante lejos.

Pero no se trata de una estafa señores, al menos en lo legal. Tras la ambigüedad de un término como «perfiles virtuales en línea» o algún término similar se escudan estas plataformas. Es decir el servicio que se ofrece desde aquí es chatear con gente cercana o con perfiles virtuales en línea, o sea: bots. Sin embargo no hay tal gente cercana, todos son bots que utilizan información robada de otros perfiles para obtener dinero del incauto que se anime a pasar su tarjeta.

Epifanías y reflexión

Pensaba en la novia robot china y en la película Her. Creo que habrá quien acepte dudosas condiciones por un te quiero, aunque habría que preguntarse a qué costo.

El algoritmo puede ser una celestina cruel que muestre u oculte, habilite o impida según tu capital.

Las burbujas de filtro son muy malas. Dale serendipia a tu vida Macarena…

Los datos son el oro del siglo XXI. ¡No sean boludos!

No sé si mi netbook ya sea una de los tantos ordenadores zombies. Cualquier cosa me hackearon.

Nos ponemos serios aunque no tanto

Puede parecer banal en este contexto tratar el  tema del amor y las aplicaciones habiendo tanto de qué hablar. Los desafíos de la educación virtual, la precarización laboral de las empresas de plataformas y la exclusión producto de un sistema que no estaba preparado para «quedarse en casa» son temas bastante preocupantes. Pero como decía un bigote: todo tiene que ver con todo. En esta etapa de aislamiento social un factor común nos auna: dimos mucho. Nos registramos en todo lo que estuvo al alcance, estrenamos apps, cuentas, nos volvimos digitales a la fuerza, dimos nuestros datos. La consecuencia de esto será inevitablemente poder y control de unos pocos sobre el resto, y esto se da en todos los flancos, también en el amor.