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Templo de tatuajes

Sentados en un banco, la felicidad está en sus ojos y la brisa le mueve el flequillo castaño, en medio de la plaza de nuestros encuentros. Le tomo la mano con  cuidado y la acaricio sin pensarlo, es tan suyo mi corazón y tan míos sus “te  amo”… que la miro y no encuentro razón alguna para querer irme de este  momento. Pensar que éramos 2 pequeños niños cuando nos conocimos, dos  almas puras e inocentes que jugaban a soñar, a reír y a llorar. Nunca mi vida se imaginó que aquella sonrisa con ventanita algún día sería el regalo más lindo  que recibiría. 

Cada segundo se va en ella y no me arrepiento de qué así sea, de verdad no me  arrepiento, porque el tiempo es tirano cuando se trata de felicidad y si se tiene  que ir que se acople en su perfume, que no muera en mí.  

Espero que los segundos me regalen mil recuerdos de todos los colores, y que estos se vayan reproduciendo como una película vieja cada vez que cierro los  ojos. Que el estar juntos sea una ópera de mil sonetos y sin tragedias. Que el  inicio, el nudo y el desenlace sea su mirada azul, que el título sea su acariciar  bondadoso y su beso en la frente el punto final. 

Vuelvo a nuestra casa y me miro en el espejo redondeado del cuarto comprendiendo que aquel gris no se va a ir más, que llegó como un paquete sin  devolución, sin etiquetas y que aunque quiera escapar, siempre me encuentra.  Me pongo los zapatos y sonrío enamorado al verla pasar a mi lado para colocar  sobre la cama aquellos almohadones celestes bordados con la paciencia de un  monje budista. Noto como una lágrima se desliza lentamente sobre su rosado  pómulo, y como la quita rápidamente con el puño de aquel sweater blanco que 

le regalé para su cumpleaños número 30. ¿Cuántos años pasaron? La verdad,  no lo recuerdo, es como si en esa imagen viviera eternamente, porque en cada  amanecer la tengo conmigo.  

Suspiro cansado de ver pasar los minutos una y otra vez, la sigo por la casa para  decirle que cada lágrima es como un puñal para mí, pero se aleja y decido darle  su espacio. Si tan solo entendiera que para mí la primavera es ella, pero quizás  yo sea el frío invierno.  

Me siento en el patio y veo el pasto crecer, las flores, los yuyos rebeldes… y el  rocío insistente en conocer ese suelo al anochecer. Nada me moja y todo me  atrapa cuando la tengo cerca, es como si la luna se apagara en su sonrisa. 

Intento que cada palabra que me diga quede marcada a fuego en mi piel, que  mi cuerpo se convierta en un templo de tatuajes de mil frases suyas… Quiero  que seamos para siempre y que nunca dejemos de ser… Quiero inviernos,  otoños, primaveras y veranos en donde un abrazo suyo sea el pronóstico más  acertado, quiero que mil besos le sequen las penas y mil caricias le pinten los  sueños, que cada día sea una aventura sin final en donde no sabemos qué  sucederá, pero sabemos dónde terminará. 

Quiero llegar a la meta final agarrados fuerte de la mano, quiero encontrar la  pócima de felicidad al verla caminar a mi lado por las calles de esta loca ciudad infernal, en donde las bocinas opacan el canto del viento, furioso por hacerse  notar. Quisiera más de mil millones de cosas, quisiera ser yo mismo o tal vez  alguien más… no lo sé. 

Pero por sobre todas las cosas quiero que me quiera para siempre, que yo  siempre –pero siempre- la querré un poco más. Aunque hoy no compartamos ni  este cielo, ni este mundo, ni la eternidad.

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