Capítulo 11: Fábula melodramática del monarca suicida
(…) no recuerdo la fosa ni el cadáver,
no sé del pasado, eso qué importa. soy yo
ahí que miro el fondo oscuro cada vez más
cerca de mis manos aunque no sepa cuándo
voy a llegar. mientras, se hace difícil sostener
la carne muerta
Mauro A. Fernández
Había una vez un señor, un empresario. Adinerado caballero que hacía muchísimos años que no viajaba en tren. Su fortuna había sido concebida por sus antepasados mediante una cópula de latifundios, sobornos, contrabandos, esclavizaciones de peones y obreros y evasiones de impuestos. Racimo infalible para la cosecha del dinero. Y si bien, tanto su abuelo en un tiempo más lejano y su padre más acá en la historia habían sido dignos hacedores del imperio, a él le cabía el mérito de haberlo llevado a otro nivel. Podría decirse que se había transformado en uno de esos pocos sujetos capaces de marcar las líneas por donde las políticas debían circular. Un verdadero iluminado de las finanzas y los negocios: un hombre respetado. Los manejos de su empresa poco a poco depositados en la pericia de su primogénito horneado en Harvard; el golf con colegas locales y extranjeros o presidentes de países de tercer mundo; el ejercicio de la filantropía en el ardid de la fundación que manejaba su hija, boba princesa humanista poco apta para los negocios (como si la fundación no lo fuera); los viajes por el mundo ahora espaciados más por falta de sitios por conocer que por pereza; las fiestas en su casona en Punta del Este: en esto ocupaba su tiempo este noble de la alta sociedad. Viudo de joven viudez, frisaba la edad de nuestro hidalgo la edad de los 70 años, abultada vida que amenazaba con extenderse hasta la longevidad centenaria, probable herencia de sus antepasados quienes también habían gozado de ese don.
Pero, en semejanza con todos los héroes, nuestro prohombre contaba también entre sus propiedades con la debilidad de la mortalidad, este Héctor criollo alguna vez iría a dar con aquella dama negra que todo lo iguala. El caso es que algún desprevenido o desprevenida en razón de esta vida plena que acabamos de describir, podría pensar que nada habría de aquejar a nuestro insigne patrono, ningún mal osaría ponerse frente a tan cabal y ejemplar existencia. Claro que esto no fue así, de lo contrario esta fábula carecería de sentido. Poco antes de tropezarse con la idea esa que mencionamos al principio hacía muchísimos años que no viajaba en tren sucedió algo. Afirman quienes lo trataron que el hombre se enamoró como nunca antes, que es lo mismo que decir que lo hizo por primera vez. Tenía por costumbre realizar una tertulia con motivo del aniversario de la empresa madre de todas las otras que poseía y que las mismas se mostrasen prolíficas en canapés de ropa blanca, vestidos espumantes, perfumes de rostro operado, políticos de lino, escargots de parque con piscina y quiche lorraine de músico internacional en vivo. En el último de esos ágapes, y antes de recordar que hacía muchísimos años que no tomaba un tren, en un determinado momento de la noche nuestro protagonista, en medio de los saludos y congratulaciones de rigor, se topó con un joven alcalde de una comarca del conurbano quien se mostraba secundado por su aún más joven esposa y por un muchacho un poco desalineado presentado como un colaborador que daría que hablar en un futuro no muy lejano. Invadido resultó nuestro monarca por la más inesperada de las atracciones: aquella que surge a primera vista. El talento de su dinero le impidió contenerse en su deseo y, sin prestar atención a las palmadas que seguía recibiendo de las y los visitantes, se encaramó en una charla tan breve como fructífera con el muchacho enigmático colaborador del intendente. A poco de comenzado el diálogo, ya víctima de la dulce enfermedad del amor, el empresario dijo al efebo:
—Vení conmigo.
Y se fueron en medio de la multitud festiva e indiferente. A la mañana siguiente el casi anciano soberano despertó erizado por la fiebre y por la ausencia del muchacho. Demoró en conseguir las señas del joven lo mismo que alguien demora en abrir una lata de conserva. Esa misma noche se citaron en un piso del centro de la ciudad, propiedad entre propiedades del empresario, noche abierta en el cruce de besos y cerrada en comentarios íntimos sobre la labor del estratega de los negocios. Pero como toda fábula de amor debe resolverse de algún modo trágico, diremos que embebido por el aroma hipnótico del cuerpo de su taciturno compañero de lecho, el viejo se explayó en un relato pródigo en comentarios procaces, agresivos cuando no racistas y clasistas sobre los casi esclavizados obreros hacedores de su fortuna. Y de pronto el efebo, hasta allí manso receptor de los cariños de su amante, empezó a sentir un odio inédito cocerse en el interior de su estómago. Nunca supo bien por qué, acaso nunca se lo había preguntado, pero esa aversión se hizo intolerable. Casi tan intolerable como la obsesión amorosa que el viejo monarca sintió crecer en lo más profundo de su corazón (con perdón de la metáfora). Así y todo siguieron frecuentándose, a cada gesto amoroso correspondía cada respuesta fría, cada labio agigantaba el apego de uno y la antipatía del otro, cada lengua habilitaba la dicha y la furia, cada fricción erótica humedecía la turba afectuosa del viejo y erupcionaba el hielo vengativo del joven.
Una mañana, luego de otro prodigioso amanecer de servil compañía, el muchacho le dijo todo. Se lo dijo en pocas palabras, tal su concisión:
—Te odio, viejo decrépito. Jamás podría enamorarme de un empresario, menos de uno como vos, asesino silencioso de obreros, galardón celoso del poder.
Bueno, acaso no haya usado estas palabras artificiales, el hecho es que se fue, y que no sabemos si respondió a las inquietudes del empresario (“¿Por qué me hacés esto?” “¿Querés que cambie algo de mí?” “¿Qué hice mal”? “¿Por qué aceptaste mi compañía?” “Mi imperio por vos” “Tengo una fundación” “Si te vas me mato” “ Si te vas te mato” “Tengo plata, mucha plata para darte” “No te vayas, por favor” “Te amo, hijo de mil demonios, aberrante juventud desagradecida, amor mío, miserable proletario, nunca sentí algo así por nadie, si te vas me mato”). Tampoco sabemos si las palabras fueron esas, lo que sí sabemos es que la depresión invadió al héroe de los mercados y la escalada lo llevó al plan de quitarse la vida. Es aquí donde retomamos ese pensamiento mencionado al principio de esta fábula hacía muchísimos años que no viajaba en tren. Porque como respuesta al desprecio de su cada vez más lejano amante debía dejarle una señal, una marca que se impregnase en la eternidad psicológica del otro. Le escribió un mensaje en el que le detallaba todo el mal que le había hecho, en el que le rogaba una nueva oportunidad, en el que le decía que les había rebajado el salario a sus obreros, en el que le confesaba que lo amaba como nunca a nadie, en el que sostenía que la fundación era una pantalla para blanquear capitales mal habidos, en el que prometía la filantropía si volvían a verse y en el que, por último, indicaba que se tiraría abajo del tren en la estación de la comarca donde vivía el ahora esquivo mancebo. Esto último con día y hora precisos: si él no asistía a la cita se arrojaría a las vías para ser salvado por el acero de los rieles.
La estación, indiferente al suicida, lo vio llegar ataviado en un abrigo de lana beige y un fular estampado sobre los hombros. El viejo, ya desprovisto de toda esperanza, se paró sobre la línea amarilla, esa que advierte que alguien está muy cerca del foso y que puede caerse y romperse el cuello o ser aplastado por una formación. Pegó un último vistazo a su teléfono, volvió su cabeza a los lados, a ver si acontecía el milagro del amor, pero no. Oyó venir el canto de la bocina del tren como un eco desafinado de la muerte. El empresario, decrépito, transpirado y mojado en lágrimas y en su propia orina, se acercó al abismo de la plataforma y… No pudo. El suicida que anhelaba ser se acobardaba frente al enamorado que era. Y así pasaron varias formaciones sin que terminara de resolver la existencial dicotomía que lo poseía: matarse o volver a gozar de sus explotados. Los pasajeros y las pasajeras, algunas de ellas anónimas esclavas del viejo, permanecían ciegos al inminente suceso, alguna de ellas miraban cada tanto hacia un costado, ahí, apenas detrás del viejo, como buscando al autor de un humo que los mojaba en partes iguales y que se parecía (o era) el humo natural de las plantas risibles. Llegó el último tren, el vapor incógnito ahora disipado se corrió para dejar ver la máscara fantasmal de su autor: el joven examante, haciéndose apenas visible, acudía en rescate del hombre para resolver su duda.
El servicio se restableció a las pocas horas.
Moraleja
Dicen los llamados filósofos de la identidad que toda persona es una máscara, una suma de disfraces cuyo rostro verdadero es la multiplicidad de esos antifaces. Para Diego ese rostro era invisible.