Capítulo 15: Brevísima historia del dictador que se cree murió de muerte natural mientras cagaba (parte 2)
Volvió nuestro héroe a la carga, volvió a pitar, volvió su cara sobre la del genocida, interrumpió su ronquido agarrándolo fuerte por las mejillas, presionándolas para redondear la boca, metió sus labios casi adentro de los del viejo, rozando el bigote cano y expelió todo el humo que pudo adentro de los viejos pulmones de la mierda humana. Ahora sí, el viejo tosió fuerte, casi hasta ahogarse y abrió los ojos grandes, llenos de lágrimas. No pudo ver a nadie porque Diego se había ocultado tras su facultad, esperó a ver si el tipo gritaba, pero no, seguía bajo los efectos enigmáticos del sueño. Lo que el viejo sí pudo ver fue un par de medias hecho una pelota volando hasta depositarse adentro de su boca, también pudo sentir el quebrar de tres dientes cedidos ante la violencia del par de medias, también pudo sentir el gusto a pis y a mierda con que el par de medias había sido decorado antes de ir a dar en el interior de su boca. Una hermosa cara de estupor, dolor e incertidumbre se dibujó en el lecho del verdugo. Recién ahí podemos decir que el impune representante del poder se percató de su inminente tortura a cargo del fantasma vengador de Lomas de Zamora. Una música empezó a salir del equipito de audio de arriba del escritorio, era un tango instrumental salido de un cd llevado para la ocasión. Diego sabía que su presencia debería permanecer ausente a la vista del otro, no se trataba de una revancha personal, se trataba de un asunto colectivo, de un tema trascendente que nadie había osado abordar y que él había decidido culminar. La memoria, la memoria, la memoria, estaba harto de la memoria. La complicidad de algunos cultores de la memoria había sido flagrante: seguíamos escuchando a los mismos periodistas, seguíamos comprándoles a las mismas empresas, seguíamos votando a los mismos funcionarios, seguíamos rezándole en los mismos templos al mismo dios. Había decidido tomarse su tiempo, ir despacio, lo más lento que su odio le permitiera (como veremos su nivel de tolerancia aquella vez resultó escaso). El viejo seguía esforzándose por entender qué le sucedía y por zafarse de las ataduras. Diego se subió al colchón y se bajó los pantalones y el boxer, abriendo las piernas para no pisar al hijo de puta. Durante toda la semana se había alimentado con jugos, líquidos y laxantes. Se agarró el pito y le apuntó a los ojos. Lo sacudió pegándole en la nariz. Se dio vuelta como para cagar en una letrina, hizo fuerza y la percusión del estómago fue el preanuncio de la diarrea que en forma de lluvia fue a dar en el rostro del genocida. Diego se limpió con la sábana y se la frotó en la cara al viejo que miraba consternado cómo le llovía mierda del aire. Se prendió un cigarrillo nuestro héroe, sabía que la mecha encendida podía ser algo útil, lo apagó y lo encendió tantas veces como pudo en la cabecita arrugada del pito, en los cartílagos de las orejas, entre las cutículas de las uñas, en las plantas callosas de los pies, adentro de las narinas, debajo de las axilas (el pelo también huele a quemado), en el ano (aunque no mucho porque no quería dañar esa parte, no todavía). Tras esto el genocida se desmayó por primera vez en la noche. Diego había sido precavido, entre sus útiles escolares contaba con Yaba y con algo de cocaína. Lo despertó aunque sabía que un viejo de 87 años no toleraría muchas de esas caricias. Debía ser expeditivo. Lo volvió a mear y a cagar repitiendo la escena ya contada. Permaneció parado en la cama, entrecerró los ojos para visualizar a Tony, se empezó a masturbar con bronca y fruición, antes de acabar acercó el pito a la cara del viejo y largó un torrente caudaloso sobre el collage de mierda, pis, vómito del propio viejo y, ahora, semen. Giró la media de la boca para que pudiese tragar un poco de leche. Buscó unos perdigones de plomo entre los útiles escolares y se entretuvo jugando al minigolf adentro de las orejas y el ano del viejo (aunque no quería lesionar la zona, no todavía). Lo llenó de plomo, literalmente. Buscó los alfileres de cabecitas de colores que había sacado del costurero de su madre muerta y jugó a hacer acupuntura con malas artes, las puntas en el centro del glande fueron demasiado: el viejo volvió a cerrar los ojos desmayado por el dolor. Qué poco aguantaba el hijo de puta. Le tiró agua, lo sacudió y le metió unas líneas de cocaína a esas alturas poco efectivas considerando que el plomo estaría obstruyendo parte de los conductos de la nariz. En su afán por avivarlo, le pegó varias trompadas, no le importaba el aspecto con el que lo dejaría, nunca podrían saber qué demonios se habían ocupado del sorete fascista. Lo cagó a trompadas. Se dejó llevar sin percatarse de que el viejo no aguantaría tanto amor. Se fue al baño a llenar de agua el lavatorio. Volvió a la cama, otra vez se había desmayado. Le tomó el pulso, seguía vivo, pero la respiración asmática indicaba que tenía pocos minutos. Le soltó las amarras y le extrajo el manojo de medias de la boca. Le faltaba jugar con el orificio corporal casi virgen: el culo. Le tiró agua y whisky para ver si abría los ojos. Y así fue, el viejo abrió los ojos, Diego titubeó pensando que podía ponerse a gritar y avivar a los guardias penitenciarios. Entonces se le apareció y el efecto fue el deseado ya que el viejo abrió los ojos llenos de cabecitas de colores y suponemos que algo pudo ver. Lloraba sangre, mierda, pis y leche. Y lloraba silencio. Ya no había oposición en ese cuerpo amigo de la tortura ajena. Diego estaba feliz. Después de mucho tiempo y como nunca en mucho tiempo por venir. Le abrió las piernas, los glúteos débiles por lo años cedieron a los brazos jóvenes de El Homoinvisible quien sacó de entre los útiles escolares un consolador enorme big cock. Lo enterró con bronca en el ano sangrante del genocida despierto y silencioso. Diego llevaba un pañuelo blanco en la cabeza. Con el consolador enterrado en el culo viejo del viejo, lo alzó como a una novia previo a ser llevada al lecho para coger luego del casamiento religioso. El suelo parecía un collage de alguna artista posmoderna, el tango sonaba de fondo entremezclado con los jadeos previos a la muerte. Una vez en el baño lo sentó sobre la tapa del inodoro, un poco de costado para que el consolador no se le soltara, el viejo estaba ido, desconcentrado, Diego lo necesitaba consciente para culminar su travesía. Lo paró, lo obligó a permanecer parado, lo agarró de la nuca, de los pelos de la nuca y le enterró la cabeza en el lavatorio lleno de agua hasta el límite del ahogo. Repitió el ejercicio durante unos quince minutos, no podía extenderse, en cualquier momento se le iba a morir y él empezaba a aburrirse. Lo lavó un poco (el general no debía morir con una imagen indecorosa), le sacó las agujas de los ojos, de las cutículas y del pito, le sacó el consolador del ano, le buscó ropa limpia elegante sport (un pantalón beige, una chomba Lacoste y zapatos náuticos Timberland), lo peinó con raya al costado, le sacó las patillas de los lentes de los oídos y se los acomodó en el arco de la nariz, le puso desodorante, lo perfumó, levantó la tapa del inodoro, le bajó los pantalones y el calzoncillo por última vez y lo sentó disponiéndolo para que el dictador se eche su última cagada.
Varias veces había pensado qué discurso sería el apropiado para matar al asesino, al peor asesino. Diego nunca se había destacado por el uso de la palabra, le costaba entrar en confianza y soltarse y hablar de corrido ante un desconocido. Y si bien estaba frente a un ilustre hijo de puta, se trataba de la primera vez que lo veía cara a cara. No tuvo que obligarlo a cagar porque luego del minucioso trabajo realizado, ese ano ya no sería capaz de contener ningún fluido, le colgaban las hemorroides chorreando gotas de sangre, mierda y un líquido viscoso medio naranja. No le iba a hablar, ya lo había decidido. Pero alguna palabra tenía que quedar impresa como testigo del último tango del dictador. A propósito, la música había terminado. Volvió a poner play. Sacó el cardumen de agujas atadas por un hilo apretado y la tinta china negra. Mojó y pinchó, mojó y pinchó, mojó y escribió, mojó y escribió, mojó y talló, mojó y talló para siempre la piel de Videla, mojó e hizo justicia, mojó e hizo justicia. Mojó y Nunca más.
—¿Qué sugiere que ocurrió?
—Hubo un encubrimiento. Cuando murió, nos cortaron los teléfonos, presenté un hábeas corpus para que nos los devuelvan. Hubo hechos llamativos, como la cantidad de personas que circulaban en su celda antes de que lleguen los peritos. A Videla lo veíamos mal, cada vez peor. Y acá lo que se encubre es que lo dejaron morir, por no decir que lo mataron.
(Exteniente Juan Daniel Amelong, rosarino, abogado penalista, oficial de inteligencia, integrante del Batallón 121 que controló 5 centros clandestinos, condenado a perpetua por los crímenes en esos centros en perjuicio de 28 víctimas, condenado por la supresión de identidad y desaparición de mellizos, hijos de dos desaparecidos, Raquel Negro y Tulio Valenzuela. Vecino de celda de Videla.)