Capítulo 10: Periquitos y agapornis
VÍCTIMA DE UN INFARTO.
Murió el presidente de Boca, Mario Pompeyo
Tenía 58 años. Por un escándalo, tuvo que ganar las elecciones dos veces en un año de gestión. El equipo suspendió la práctica.
El presidente de Boca Juniors, Mario Pompeyo, falleció esta mañana de un paro cardíaco a los 55 años, en un domicilio del distrito de Lomas de Zamora, más precisamente en un piso de la zona de Las Lomitas. La noticia se conoció en Boca en momentos en que el plantel profesional se entrenaba en el predio de Casa Amarilla, ante semejante noticia los futbolistas decidieron, casi sin dudar, suspender la práctica.
Pompeyo, padre de dos hijos, Martu y Leo, había llegado a la presidencia de Boca el 4 de diciembre del año pasado cuando su predecesor, el empresario Mauro Merkel le entregó el poder, seis días antes de asumir como embajador ante El Vaticano.
Debido a irregularidades denunciadas por la oposición ante la Junta Electoral, la Inspección general de Justicia había obligado a revisar los padrones y los socios debieron votar otra vez para darle el apoyo con el 73% de los votos. Recordadas por todos son las fotos de los festejos que incluía al capitán del equipo, al presidente saliente, a Rafa Barra, jefe de los hinchas caracterizados del club y a algunas figuras del jet set local, entre muchos otros.
Pompeyo, quien también era vicepresidente segundo de la AFA, repartía su tiempo entre su familia, Boca y la fábrica de papel y envases de la que era propietario.
El líder opositor vencido en las últimas elecciones del club, fue el primero en salir a lamentar el fallecimiento del dirigente. «Vivía para su familia y para Boca» dijo, quien recordó que Pompeyo había sufrido en 1994 una crisis cardíaca muy fuerte.
En las últimas semanas, Pompeyo tuvo que poner la cara tras los sucesivos conflictos que se produjeron en el plantel de Boca, primero con la salida del arquero Nacho Fernández de la titularidad, y luego con el affaire “periquitos y agapornis”, admitiendo que le molestaba que dijeran que el equipo era «un cabaret». Finalmente, en la última conferencia de prensa de su vida, aseguró: «cerró el cabaret».
Cerró la tapa de la computadora, se puso los auriculares conectados al celular y se tiró en el sofá cubierto por un aguayo verde. Aguayo comprado en aquel viaje tan lleno de inicios a Bolivia, a los carnavales de Oruro, carnavales donde sellaron un absurdo amor eterno con Tony frente a la Virgen del Socavón, borrachos de alcoholes blancos, enfermos por los efluvios mágicos de la atmósfera festiva, curados por los rituales de un sexo jeroglífico. Esa tarde se besaron tanto que a la noche tenían los labios paspados casi hasta el sangrado por el roce de unos con los otros, por las mordidas furiosas en el deseo de algo que no alcanzaba solo con besos y por el rasgueo de las barbas crecidas. La noticia era una mierda: incoherente en su gramática e imprecisa, falaz y banal en su información. Estaba casi seguro sobre cómo había muerto Pompeyo, haber inspeccionado su piso de Puerto Madero, haber leído algunos de sus chats, haber visto algunas fotos y algunos videos colocaban la verdad de la situación casi al alcance de la mano. ¿La verdad? Algo parecido, acaso. Sin embargo, lo invadía el mismo dilema de siempre: ¿Qué le importaban a él estos entreveros entre poderosos y ricachones? ¿Por qué debía invadir las ruinas adineradas de esa gente? ¿Merecía su poder casi único en el mundo estar subordinado al puñado de billetes que le tiraban como salario las y los mismos que mandaban a matar a la gente investigada? Estaba harto. Llamaría primero a la gobernadora y luego al intendente para informarles que renunciaba, que no toleraba más estar bajo el mando de ellos, que le parecía que el umbral de inteligencia que poseían estaba a la altura del cordón de una vereda, que… (Acá debería ir un sonido de timbre de portero eléctrico con un sonido ronco como mojado por la lluvia).
Los mellizos metidos en los surcos de sus ojeras de noche brillante de insomnio y cocaína llegaban al desayuno de querellas retrasadas con una docena de facturas envueltas en un papel con aureolas de aceite (quedó un poco llena de barroquismos esta oración. Acaso también este paréntesis). Diego resopló, se ajustó la bata y ya voy. Los quería a los mellizos, mucho. Los había conocido una noche en una fiesta de egresados de secundaria organizada por los estudiantes de una escuela de Temperley, una de esas con nombre anglosajón. Las chicas del school eran mitad jugadoras de hockey, mitad jinetes de equitación; los chicos del school todos rugbiers. Esa noche Diego hacía una changa sirviendo tragos en la barra, una changa que ya no recordaba quién le había ofrecido y que le serviría para ganarse unos pocos pesos y para escupirles las cervezas a los rugbiers. No sabía bien por qué pero sentía una repulsiva náusea ante esos seres incapaces de pronunciar una “r” y una “s” en una dicción comprensible. Además de las escupidas tampoco había podido evitar meterse en el baño para ver los pitos de los rugbiers. Un par de veces en la noche, nada más. Y en un momento determinado de la parranda, aparecieron los mellizos: jóvenes, delgados, fibrosos por las trescientas abdominales repetidas a diario en el patio de su casa, fuertes por el aikido, de ojos un poco achinados, rubios, bien rubios, no muy altos. Una danza medieval al son de la cumbia villera, colada proletaria de las fiestas ricachonas, comenzó a bailarse en el medio de la pista. Y los danzantes principales eran los mellizos. Porque de pronto el ballet se conmovió con la cópula del pogo de trompadas de scrum y patadas de aikido sin técnica. Los mellizos espalda con espalda contra cinco, siete, veinte egresados musculosos con los bíceps inyectados de negros y villeros de mierda. Diego se acercó pero no intervino enseguida, no se decidía si los rugbiers estaban en lo cierto porque acusaban a los mellizos de haber estado cogiendo en el baño de las chicas con la más novia del más novio de ellos o si los mellizos estaban en lo cierto al decir que la “putita” los había buscado. Desde joven se le presentaban dilemas de esta índole: ¿A quién debía defender? ¿A aquellos a quienes les deseaba la pérdida de todos sus privilegios otorgados por el dinero o a esos dos rubiecitos que se referían a una chica como “putita” cosa que lo irritaba tanto? El debate interno se resolvió en términos cuantitativos: no era justo ver a dos pelear contra quinientos. Aunque solo intervino una vez que los mellizos, superados en fuerza, decidieron salir corriendo y les interpuso una serie de obstáculos a los grandotes que entre la cumbia, las luces, el alcohol y las pastillas no serían capaces de relacionar lo sobrenatural de la acción con el forro al que habían contratado por dos mangos para que atendiera la barra y que era capaz de hacerse invisible. Se presentó visible ante la presa de la dupla perseguida, estaban en un shop de una estación de servicio en la que pretendían preservarse de la horda de rugbiers que los esperaba afuera, solo contenidos por un pobre tipo de seguridad con sueldo de hambre. Diego se presentó, les dijo que él se ocuparía de los enemigos, que lo esperasen ahí. A los quince minutos la salida estaba limpia y los tres se pedían un café con leche con dos medialunas de oferta. Entre la tibieza del brebaje y la sangre de los rostros de sus nuevos amigos Diego supo dos cosas: que los mellizos se habían colado en la fiesta y que malquistarse con uno era contar con dos enemigos.
Ahora los mellizos lo esperaban detrás de la puerta de su ph y él no les quería abrir. Pero no iba a desaparecer, los mellizos eran de esos amigos tan demandantes como leales. Ya les contaré algún cuento que dé cuenta de esta característica. Se metió en el baño, se posicionó frente al espejo para desestimar alguna lagaña rezagada, acercó el rostro, la barba tupida entraba en contradicción con la escasez de cabello cuyo castaño comenzaba a ser reemplazado por algunos blancos. Estaba casi decidido a renunciar a ese trabajo que solían confundir con el del cana. Y Diego jamás sería un cana. El chiste del súperheroe lo había abandonado hacía rato, la vida era mucho más prosaica que las películas, la diferencia que su don le proporcionaba en relación al resto de las personas era la misma que se podría ver entre cuadro pintado por Beltracchi y uno por Ernst: ninguna.
Meó y les abrió:
—¿Vieron alguna vez un agapornis?
Se sentaron en silencio y desayunaron un rato antes de que Santino y Federico se fueran a dormir un rato después de bajar.
Profesor de Literatura.