Capítulo 2: Reparto de la riqueza

– ¿Dónde tenés la plata? Tu mujer dice que no sabe de qué guita le estamos hablando. ¡¡¡Dale!!!! ¡¡¡Hacé memoria o te corto un dedo, viejo de mierda!!!

– Mi mujer dice la verdad. No tengo esa plata que me exigís. Te pasaron mal el dato, flaco.

– ¡¡¡Callate, hijo de puta!!!

La trompada le hizo sangrar los nudillos. Se preguntaba si ese viejo, Glenadel el dueño de la fábrica de baterías para autos más grande del conurbano, estaría faltando a la verdad. No podía darle tregua, llevaban tres largas horas torturándolo para que le indicara a su esposa que entregara el millón de pesos exigido. Casi nunca fallaba, los secuestrados solían soportar estoicos poco más de dos horas y luego se quebraban, meados o cagados encima por el miedo. Pero este viejo cheto y con bronceado de fin de semana en Punta del Este venía repitiendo el mismo estribillo desde el comienzo: no tengo esa plata.

– A ver, viejo explotador. Ese auto, esa casa y los 50 empleados que tenés no pueden fallar. Decile a tu mujer que busque la guita…

– No tengo esa plata, te digo la verdad, estoy quebrado, flaco.

Su voz era convincente, no manifestaba dudas. El Negro, grandote y transpirado, empezaba a perder la paciencia. Miró a su cómplice, el Yoni, un joven que había pasado los últimos cinco años encerrado por homicida y violador. Su última víctima había sido un pibito atacado al costado de la vía del tren, cerca de la estación Santa Catalina. El Negro le pegó otra trompada al empresario pero sus golpes empezaban a perder convicción como si se tratase de un boxeador mediocre. Volvió a mirar al Yoni. Se sentó, pensó un poco, miró el celular, impaciente. Encendió un Philip Morris, volvió a acercarse al viejo, lo rodeó para olfatearle el cuello.

– Qué bien olés, hijo de puta.

Lo habían levantado en la esquina de Laprida y Meeks. Lo apretaron y lo obligaron a correrse del asiento de conductor de su Audi A5 rojo tango metalizado. El tipo en ningún momento se había mostrado dubitativo ni había cuestionado las reglas que los chorros le habían dictado. Sin embargo, ahora, la actitud condescendiente del Negro para con su perfume había logrado desconcertarlo un poco. Y el Negro, vasto conocedor de la psicología humana, notó el imperceptible titubeo de su rival. Era el momento de apurar el trámite.

– ¿Qué perfume usás?… ¿Qué me mirás así? Contestá.

One Million de Paco Rabanne.

Se sonrió degustando la victoria.

– Vení, Yoni, acercate. ¿Sabés por qué Yoni labura conmigo? ¿Sabés?

– No, no sé.

– Porque es un hijo de puta sin par. Este chabón es un infradotado, está fuera de todo parámetro humano. Recién salió de la 40. ¿Querés saber por qué estuvo en cana? Te voy a contar. ¿Vos qué hacés a la mañana cuando te levantás?

– …

– Contestá ¿o te creés que estoy jodiendo?

– Voy al baño… Me aseo… Bajo… Tomo el desayuno…

– ¿“Me aseo”? ¡Ja, qué bien hablan estos chetos! Bueno, este hijo de puta durante mucho tiempo se levantaba y salía a caminar por las calles del barrio. Sin lavarse los dientes ni la cara. Sin peinarse y en ayunas. ¿Sabés qué quería?

– No, no sé.

– Caminaba buscando algún pibito desprevenido para violarlo. Y cagarlo a palos. Y no lo agarraban. Hasta que un día se le fue la mano y mató a uno. Los vecinos del barrio salieron a cazarlo. Y lo agarraron antes que los policías. Y él no hizo nada para escapar. Le pegaron tanto que lo dejaron tirado al lado de la zanja, lo dejaron porque pensaban que estaba muerto. La cana lo encontró inconsciente con un perro encima lamiéndole las heridas cubiertas por la mierda de la zanja. Dicen que la basura esta que ves acá tenía una sonrisa en la cara. Este es un hijo de puta, un sádico, una cosa prehumana que no debería haber nacido. Pero está acá y si le doy un poquito de soga te va a hacer algo que ni resucitando a Freud vas a poder resolver.

El empresario escuchó atento sin inmutarse. El Negro miró a Yoni y le hizo un gesto leve como autorizándolo a saciar sus perversiones. Este se acercó y le desabotonó el pantalón al viejo. De pronto el empresario cautivo comenzó a proferir un aullido tan estremecedor que Diego, el Homoinvisible, quien había permanecido observando toda la escena en silencio sintió el frío de la reacción. Todo el cuadro lo había sumido en la reflexión habitual que se le presentaba en estos casos: ¿debía intervenir para aprehender a los secuestradores y conformar a quienes les pagaban su sueldo o debía dejar que le pegaran una paliza más larga al empresario? Se acordó de una foto de Revista Gente donde a Bernardo Neustadt se le veía un huevo. Se moría por encender un cigarillo y tomarse un whisky en el bar de Marta. Se debatía entre la intervención o en irse en silencio. Siempre había creído que entre los delincuentes, los empresarios y los políticos no había gran diferencia. Sólo la delgada línea que iba de la legalidad a la ilegalidad. Solía pensar que los chorros que robaban a empresarios cumplían el rol que los políticos evadían: el de repartir la riqueza. Un pensamiento más prosaico se le cruzó como una paloma en la ruta: si no laburaba no cobraba. Entonces se decidió a intervenir.

El Yoni arrodillado ya le hacía cosas al viejo que seguía aullando sin luna llena a la vista:

-¡¡¡¡Tengo la guita, tengo la guita…!!!!

El Negro dibujó una sonrisa de jactancia, de triunfo. Pero iba a dejar al Yoni jugar un rato más. Repentinamente el Yoni comenzó a dar unos brincos inesperados, hacia atrás, los espasmos lo hacían parecer un mal bailarín de tap. En silencio recibía golpes mudos y la sangre le empezó a brotar, negra, de los pómulos y de la boca. El Negro supo que no estaban solos. Sabía que el Homoinvisible estaba ahí.

– ¡¡¡Invisible, hijo de puta, te voy a embocar!!!

Y disparó a ciegas intentando acertar en el blanco imposible del Homoinvisible. En medio del revuelo, el viejo amarrado a la silla de mimbre aprovechó para escapar como una babosa lo hace del salero asesino. El Negro disparaba su automática desorientada buscando dar en alguna parte del cuerpo de Diego. La sinestesia del Paco Rabanne y la pólvora se hicieron protagonistas. Diego dejaba hacer al Negro sentado detrás de él con las piernas cruzadas como indio apoyado contra la pared. Quería tanto ese whisky. Extrañaba tanto a Tony. Quería irse.

Le tomó la mano armada al Negro, le pegó una patada en los testículos y un tiro en la pierna. Llamó a la policía, firmó un par de papeles y se fue. Antes de irse, ya visible, le pegó un vistazo al interior de la casilla. La foto: El Negro esposado de cara al piso y con la rodilla abierta por el balazo; el viejo cagado encima, más viejo que nunca dando lástima y jurando hacerle juicio al municipio por permitir que violen sus derechos; el Yoni tirado en el piso con una mano en su pene todavía rígido y un agujero en el pecho al lado de la crucecita de metal.

– Servime otro, Marta.

Ilustración de Walter Thomas (S/T)