Las dimensiones de una cama pueden equivaler a la extensión de la totalidad del mundo. Cada vez que nos acostamos a mirar televisión, a descansar o a esperar que unas testigos de Jehová vuelvan a contarnos una profecía, no somos del todo conscientes de que podemos elegir no volver a levantarnos. Una cama, aunque muchos no lo podamos ver con claridad, se configura en sí misma, productivamente, como una posibilidad de vida.
Hay un cuento de Carver donde el tipo pierde el trabajo y se muda al sillón y ahí pasa las horas del día y de la noche y de la puta existencia. Lo mismo le pasó al tío de una compañera de trabajo de la novia: un día a los cuarenta años decidió no levantarse y, mientras transcurre la acción, es decir, mientras vemos cómo el protagonista se muda definitivamente al sillón del living, sabemos que este segundo personaje, ya con sesenta y tres años, sigue acostado en su cama.
La genealogía de los “encamados” es amplia. Hay un texto de Paul Preciado que la reconstruye con bastante gracia. Virginia Woolf, por ejemplo, que desde la cama veía pasar las nubes por la ventana como si fuera un cine, pero sobre todo, en ese texto: el Marqués de Sade, Hugh Hefner, Osvaldo Lamborghini y el propio padre de Preciado.
Sade es recluido a la fuerza en 1778 y pasa así más de veinte años. En la cama del calabozo escribe su obra más importante y engorda cuarenta kilos, por lo que casi no podía moverse. Desde esa cama carcelaria, apoyado sobre su culo gordo, ve pasar la caída del régimen monárquico y desplegarse la nueva administración democrática. Hefner, en cambio, se recluye por propia voluntad. En 1959 manda a construir una cama redonda de más de cuatro metros de diámetro que instala en su mansión de Chicago y ahí mismo, en esa cama, monta su oficina de trabajo para la revista Playboy. Alimentándose casi exclusivamente de Coca Cola y anfetaminas, uno de los ricos más millonarios del país central del mundo, pasa prácticamente la totalidad de sus días en pijama. En 1983 el que se recluye es Lamborghini y atraviesa sus últimos dos años acostado en una cama. Ahí escribe Tadeys, La causa justa, El pibe Barulo, El Cloaca Iván y piensa El teatro proletario de cámara. Unos años antes, en 1979, tras el desmoronamiento de su mundo laboral, el que se había recluido era el padre de Preciado. Ese año construyó un nicho adentro de la cama, en palabras de Preciado hijo, “como un topo abre un agujero en la tierra para separarse del suelo”. La esposa, al ver que no se levantaba, primero accedió a llevarle el desayuno y después el almuerzo y la cena, y la cama se fue transformando paulatinamente en un “archivo de la inmundicia”. El hombre comía lo que le llevaban y pedía que no abrieran las ventanas. Preciado hijo, en su tierna infancia, hacía los deberes del colegio en algún rincón de esa cama, entre diarios viejos, facturas de gas, cartas sin abrir, platos a medio terminar, frascos de pastillas llenos y vacíos, lapiceras, tenedores y cuchillos que había entre las sábanas. Y dice que nunca entendió cómo su madre había accedido a dormir en ese caos doméstico que había construido su padre. Algunas noches, incluso, oía que tenían relaciones en esa cama llena de cosas. Pero un día de 1981, el 26 de octubre, después de haber festejado su cumpleaños, Preciado padre se levantó, se afeitó la barba crecida y siguió su vida como si esa estancia de tres años no hubiera existido. Cuando Preciado hijo volvió del colegio su madre había limpiado todo: “la cama-mundo había desaparecido”, dice él, “y nunca más se volvió a hablar de ella”.
Más acá en el tiempo y en el espacio está Lucía, una chica que una vez conocí. En un momento de su vida sintió que ya no tenía de dónde agarrarse: primero falleció su padre, después se quedó sin trabajo, fue gastando todos sus ahorros hasta que no pudo pagar el alquiler y finalmente volvió a su casa materna donde fue directo a acostarse en la cama donde había crecido. Así, como el resto de los encamados, pasó días y noches sin una perspectiva cierta de que algo por afuera de esa cama la volviera a motivar. La madre salía todas las mañanas a trabajar y cuando volvía, tarde en la noche, Lucía seguía tumbada en su habitación. Vivían junto a las vías, en una casa al fondo de un pasillo. Una mañana cuando la madre salió para su trabajo, al abrir la última puerta del pasillo que da a la calle se encontró con una perra malnutrida, abandonada, con las tetas largas e hinchadas por haber estado amamantando. Ahí quedó la perra y siguió así por algunos días hasta que la madre la dejó entrar a un patio interno, un espacio común compartido por los inquilinos de los departamentos. Y de ahí, unos días después, la perra entró en la casa donde estaba Lucía y fue directo a acomodarse al lado de su cama. Lucía no hizo mucho los primeros días, pero de vez en cuando empezó a ir hasta la cocina para buscarle algo de comer. Un día tuvo que ponerse ropa para abrirle a un veterinario que vino a revisar a la perra, otro día se volvió a cambiar el pijama y la sacó a pasear hasta una de las esquinas de su cuadra, y unos días después dieron una vuelta manzana. De a poco la fue sacando a diario y a veces se quedaban un rato en la plaza que hay a cinco cuadras del otro lado de las vías. La cuestión es que después de unos meses de haber salido de la cama, Lucía consiguió trabajo e incluso pudo volver a pagar un alquiler. Finalmente vivió junto a la perra muchísimos años y todo ese tiempo las dos compartieron el secreto, el borde difuso donde no se sabía quién era la que había salvado a quién.