Por Joaquín Vazquez

Un escritor revisa la bandeja de entrada de su mail. Hay un mensaje de la escuela en la que trabaja, con advertencias para evitar contagiarse de coronavirus. Hace algunas semanas que el mundo no habla de otra cosa. Él no ve televisión y descree de la mayoría de las noticias. Sin embargo, lee en detalle la información recibida y no puede evitar hacer algunas asociaciones.

Piensa, primero, en La peste, el libro que más le gusta de Camus. Una ciudad en la que aflora misteriosamente una enfermedad erradicada muchísimo tiempo atrás. Las transmisoras son las ratas, que abundan y contagian a gran parte de la población. Para evitar un mal mayor, la ciudad se aísla. Nadie entra ni sale. Los que estaban de paso, quedan presos. Los que estaban afuera, exiliados. Los de adentro, desesperados, asisten como testigos de la muerte de sus seres queridos, vecinos y conocidos. Médicos, curas y periodistas ponen a prueba su temple, su fe y su oficio contra un enemigo que no tiene una cara definida y que mata a raudales. Abandonados por dios y sintiendo la perdida del sentido, los habitantes de la ciudad logran sobrevivir a duras penas.

            Más allá de las diferencias entre esa peste ficcional y el coronavirus, la muerte por contagio se convirtió en este tiempo, desde China para el mundo, en una inquietud muy extendida, presente en las charlas de café, en los diálogos de las colas para pagar boletas o en el colectivo, por lo que este escritor está bastante al tanto de lo que no quiere saber.

Las teorías sobre el origen del virus y la expansión del foco contagioso fueron mutando. Se culpó a serpientes, como hace mucho tiempo supo hacer la biblia; se responsabilizó al gobierno chino; se les adjudicó a los grandes medios formadores de opinión la culpa por acrecentar la psicosis de la gente; se empezaron a vender barbijos; circularon videos de todo tipo y por diferentes canales. El virus es una realidad mediática, una tendencia temática.

El escritor, un poco más asustado que antes, naturalmente dado a la hipocondría, estornuda sobre la pantalla y la limpia con un pañuelito descartable, que después tira por el inodoro, antes de lavarse las manos con abundante agua y jabón. Vuele a sentarse frente a la computadora con un algodón empapado en alcohol y limpia con meticulosidad la pantalla y el teclado, tecla por tecla, mientras piensa en La muerte de Iván Ilich, ese gran relato de Tolstoi. Un hombre corriente, enfrentado a su vida, acusa un dolor que gradualmente se vuelve insoportable. En él se cifra la posibilidad de la muerte. Hay postración y gritos, convalecencia y, al final, soledad.

Nadie sabe lo que puede un estornudo. Mucho menos cuáles son sus consecuencias. Ahora le pica un poco la garganta. Sabe que no puede ser, pero pica. Para calmarse toma un poco de agua y se habla a sí mismo. Quedate tranquilo, esto es el cansancio acumulado, el stress. Deja el vaso sin lavar en la pileta, se aleja dos pasos y se frena de repente. Se da vuelta. Vuelve atrás. Abre la canilla, pone detergente en la esponja. Lava el vaso con cuidado. Se seca las manos con el repasador, lo ve sucio y lo lleva al canasto con el resto de la ropa que espera ser lavada. Ya es hora, se dice, así que carga el canasto hasta el lavarropas, abre la puerta frontal y mete sábanas, remeras, jeans, una cortina, un buzo, medias y, por fin, el repasador. Pone el jabón líquido. Activa el programa de lavado más corto y vuelve.

Ahora piensa en Samanta Schweblin y su cuento La furia de las pestes. Recuerda que pensó en Camus y estornudó, en Tolstoi y le picó la garganta. Quiere esquivar el recuerdo de la autora argentina porque teme, pero tose antes de darse de cuenta a qué. A eso temía. A toser. Cof, cof. En el cuento, un tal Gismondi llega a un pueblo muy extraño, donde la vitalidad de la gente parece haber desaparecido. El clima enrarecido y kafkiano crea una tensión muy bien llevada y resuelta. Cuando el visitante abre una bolsa de azúcar, desaparece el ensueño del olvido de esa gente, tan enferma que habían olvidado su hambre. Ese olvido le indica lo que debe hacer para salir de la hiponcondría del coronavirus. Se va a distraer leyendo algo de la biblioteca, elegido al azar.

Se para al frente. Lleva su mano derecha a la altura del estante del medio. Cierra los ojos. Extiende el brazo  un poco hacia la izquierda y posa el índice en un lomo. Abre los ojos. Lee: Cesare Pavese, Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Rememora el estornudo, la picazón de garganta, la tos. Esta vez, lo sabe, es definitivo. Se entrega a la lectura: Para todos tiene la muerte una mirada./ Vendrá la muerte y tendrá tus ojos./ Cierra e libro de un golpe. Lo guarda. Se sienta frente a la computadora otra vez. Borra el mail con información sobre el coronavirus. Abre un archivo de Word. Ya tiene una idea para la nota de esa semana.

Escribe las primeras líneas y se toca la frente. La siente apenas caliente y sigue escribiendo. Lo interrumpe otro mail de la escuela. Lo abre. Dice que las clases se suspenden dos semanas y que por un decreto de necesidad y urgencia que saldrá en breve, firmado por el mismo Alberto, los eventos públicos masivos correrán la misma suerte. Se pregunta qué va a pasar con la Feria del Libro de Bs As. Escribe: “¿Qué va a pasar con la FILBA 2020?¿Qué va a pasar con las editoriales y los libros de sus autores?¿Y con las presentaciones, ciclos y lecturas?¿Es para tanto esto?¿A quién le conviene que nos sintamos amenazados por un virus?”. Piensa en Burroughs y escuchu una voz en su mente: El lenguaje es un coronavirus del espacio que vino mandado por los aliens para destruir la especie. La asociación se le cuela sin que lo quiera. No logra reprimirla. No sabe de dónde salió. Y lo peor es que sigue contra su voluntad, como un discurso silencioso que no le pertenece: cada infectado por el coronavirus está siendo reclutado para la misión. Se toca la frente con la palma de la mano. Ahora sí está caliente.

Se levanta a buscar el termómetro con debilidad creciente. Lo pone en su axila. Los diez minutos se le hacen eternos. Cuando se cumple el tiempo, busco con sus ojos el mercurio, que pasa los 39°. Llama a la emergencia. Apaga la computadora. Y reza en una lengua que desconoce.