cuando Borges fue Macedonio por un cuento
Nacemos bajo el signo de lo diminuto. El mundo es palpable bajo formas reducidas. Lo muy grande se nos escapa pero inventamos cifras para apresarlo. ¿Qué son millones de años o de kilómetros? Mucho o lejos: casi nada. Es distinto si me hablan de una hormiga. La veo caminando por la cornisa de la terraza. Lleva un fragmento de hoja de su mismo tamaño hacia el hormiguero. Es real porque es pequeña.
Nos sostenemos en la pequeñez. Se hace vida en ella. No solo en la pequeñez del cuerpo o en la brevedad del tiempo personal, sino también en la pequeñez exterior. ¿No es siempre de tamaño y duración reducidos lo que nos apuntala y cautiva? El peso leve de la mano del niño en la mano del padre. El insecto descubierto a la madrugada en el baño, que nos repugna y nos convierte en asesinos. La presencia de cierta persona. El ruido de la pava antes de hervir. Pequeñeces que nos dictan el sentido de palabras grandísimas como vida, amor y rutina.
No recuerdo haber reparado en la potencia de la pequeñez antes de leer Tantalia. Me asombró la posibilidad de recuperar la sentimentalidad -esa es la palabra que usa Macedonio- por el cuidado de una vida mínima como una planta de trébol. Temí también haber estado cerca de perderla yo mismo, pero me supe incapaz de sistematizar la tortura que el enfermo le aplicó a la planta . Porque si bien el trébol fue primero el regalo de su compañera, terminó convertido en el símbolo del triunfo o el fracaso de la pareja, en motivo de desvelos obsesivos y en el anuncio de que el mínimo descuido en su cuidado introduciría el tañido final de la campana del amor. Asustados frente a esa posibilidad, deciden abandonarlo. De noche, en un paraje recóndito, lo devuelven a un trebolar, donde no podrían volver a distinguirlo jamás. Sin embargo, insatisfecho con la aceptación de la pérdida de la sentimentalidad, antes de subirse al auto, el protagonista arranca una nueva mata con intenciones muy distintas de las terapéuticas. Ahora quiere torturarlo para que el Cosmos estalle de vergüenza por soportar en su seno una escena tan miserable. Se las ingenia para escasearle sombra y agua, deja que las aberturas se golpeen incasables en el viento que se arremolina. Y así la obsesión vuelve a crecer bajo el signo contrario. Pero, sin saberlo, termina preparando una solución definitiva. No consigue que la nada reemplace al ser, pero ante la visita de su compañera, ausente durante largo tiempo, estalla en lágrimas, reencontrando en ellas la sensibilidad.
Por su parte, Jorge Luis Borges, confeso de admirador de Macedonio, publica en 1975 El libro de arena, donde hay un cuento homónimo cuya estructura bien podría haber tomado prestada de Tantalia. Allí, la pequeñez condenatoria de un libro crece desproporcionadamente junto con la obsesión que despierta en su poseedor. Es un vendedor de Biblias el que golpea la puerta del Borges personaje. Tras exhibir algunas Biblias exhuma del fondo de su maletín gris un libro extraño. Borges lo toma, abre al azar y encuentra signos que le resultan desconocidos. Quiere volver a encontrar la misma página y le es imposible. Ve que la numeración es exagerada y discontinua, elevada a potencias altísimas. Termina haciendo un canje por su jubilación y una edición antigua de la Biblia. El vendedor se va conforme y él se queda solo, con el libro de arena en su departamento. No concilia el sueño. Se encuentra buscando recurrencias en las páginas de ese libro infinito. Ve algunas figuras que se repiten y anota todo en una libreta que llena en poco tiempo. Deja de ver a sus amigos. Se encierra cada vez más hasta que teme enloquecer y decide despojarse del libro. Quemarlo no puede ser buena opción, el humo sería parejamente al número de páginas –el adverbio es de Borges- , infinito. Se le ocurre la solución con una frase que visita su memoria: “Recordé que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque.”. Visita su viejo lugar de trabajo, la Biblioteca Nacional. Baja hasta el sótano en un descuido de los empleados y lo abandona entre diarios tratando de no fijarse a qué altura ni a qué distancia de la puerta.
Las semejanzas son muy notorias. En ambos casos el personaje se obsesiona con una pequeñez (¿qué no es pequeño?), un objeto preciso que parece inocuo y de poca importancia. Pero su preponderancia crece a medida que el tiempo se acumula y los lazos sociales se debilitan hasta el trastorno de los personajes. Tanto en Tantalia como en El libro de arena los objetos de la atención excesiva son abandonados en una colección mayor, el trebolar y la Biblioteca Nacional. Su relevancia crece por lo que los personajes depositan en ellos. El trébol se erige como símbolo del amor y el libro, curioseado con pasión bibliófila, como fuente de secretos. La resolución parece tramarse en la imposibilidad humana, finita, pequeña, de reencontrarlos una vez incluidos en un conjunto mayor. La identidad desaparece en la igualdad masiva de lo incontable. La pequeñez cognitiva comercia en estos cuentos con la pequeñez material, pero es arrasada por ésta. El trébol puede más que cualquier intento de tortura; el libro, más que la razón anotadora de recurrencias. Hay un continuo temático entre los dos que mantiene a flote la precariedad humana a nivel sensitivo y a nivel racional. Lo humano no resiste sin daños una vida a la que le falte lo pequeño, que en su infinitud nos habla al oído para llenarnos de misterio.