Era la hora secreta del cielo: cuando más refulge porque los seres humanos duermen y ninguno lo mira.

Antonio Di Benedetto, Zama.

Encerradxs como estamos (lxs que podemos) y, cual Diego de Zama, esperando noticias del gobierno para saber cuándo y cómo nos vamos a poder mover,siento que la hora secreta del cielo se alarga más que nunca, los días se pegotean unos con otros, y no sé a ustedes pero a mí el cerebro me está vomitando un montón de cosas en los sueños. He aquí un pequeño recorte.

Hace un par de noches soñé que estaba en el mar, en alguna playa de la costa. El agua no me generaba ninguna sensación más que la de sostén. Ni fría ni caliente. No hacía pie, flotaba parada mirando hacia el horizonte. No tenía miedo, pero en un momento empezaba a ver que algo se movía en el agua y se asomaba a través de la superficie. Era la cabeza de un cocodrilo pequeño.

Había una amiga también metida en el agua, que no pareció inmutarse. Pensé que me lo estaba imaginando, siempre me imagino que van a salir cosas del agua cada vez que me meto. Meterme al mar es entregarle mi cuerpo a lo desconocido. Un poco divertido, aunque principalmente inquietante.  Pero no me lo estaba imaginando porque de repente aparecían dos cocodrilos más, que empezaban a crecer con cada segundo que pasaba y  se iban acercando más a mí. Yo quería salir del agua, pero era ese clásico momento en los sueños en el que haces mucho esfuerzo y el cuerpo no responde.

Escena siguiente: corría por la arena hacia un bar que estaba en altura. Entraba, iba hacia el lado de la cocina y cuando abría una puerta que había ahí, me encontraba con que el mar había subido tanto que lo tenía a mis pies. El agua había llegado hasta el marco inferior de la puerta. Pero lo más impresionante de todo era que ahora no solo había cocodrilos: había sirenas enormes con colas de un color entre lila, rosa y violeta metálico, sus escamas brillaban tanto que se podían ver a través del mar marrón y oscuro, había criaturas con forma de células gigantes color rojo, con círculos naranjas, naranjas con círculos amarillos, y así. Había cocodrilos, había delfines. Había personas. Gente fascinada con el canto de las sirenas, con poder estar ahí, en medio de ese espectáculo de criaturas, jugando entre ellas. Yo me lamenté por no haberme quedado en el agua, no iba a volver a meterme. Pero miraba, emocionada y atenta, la explosión de vida y colores del otro lado de mi puerta. Nada de esto es nuevo, pensaba, pero recién ahora lo veo.

Mi otro sueño fue distinto. Nada de sirenas o cocodrilos, de mar o de arena. Estaba acá en casa, abría la puerta de madera, y veía en la luz clara y rosácea de la tarde cómo caían gotas grandes de lluvia que iban manchando el piso. Sentí alivio. Caminé hasta la bici y decidí que no la iba a entrar, que el árbol la iba a proteger del agua.

Esta imagen se me mezcló de tal manera en el archivo de mis pensamientos, que cuando me desperté, pregunté en el grupo de whatsapp que tenemos con mis amigas si había llovido la tarde anterior, porque no me acordaba. Me contestaron que no, que aunque habían pronosticado lluvia, no había caído una gota.

Ese mismo día estaba sentada leyendo, cuando empecé a escuchar el reconocible golpeteo en el techo. Y así fue. Estoy bajo el hechizo de estar conmigo misma, y me crecieron un nuevo par de ojos. La puerta de madera, la mirada hacia abajo, las manchitas de agua en el piso, el color rosáceo de la tarde. El alivio y la bici afuera.