El ante ultimo día más triste de mi vida, me encontraba caminando por aquel hospital de pisos brillantes.
Cada rostro, cada persona, cada cosa del lugar estaba teñido de tristeza y preocupación.
Mis zapatos casi se deslizaban como en una pista de patinaje hasta que llegue a destino.
Vi una persona con oxígeno y decidí fijar la mirada al piso.
Caminé como camina un condenado a muerte a recibir su castigo, hasta que llegue a donde estaba mi abuela.
Había recibido varios mensajes con asunto «los anillos de la abuela».
Ese día la vi y no me dejaron tocarla, fue la última vez que la vi con vida.
Quería mimarla pero no podía, quería abrazarla pero no debía.
Solamente le dije mil veces «te amo, mi corazón es tuyo».
Y cuando ya no pude contener más el llanto, me fui.
No quería que la abuela me escuchara llorar.
Ya de salida me llaman, me tenían que entregar algo. Eran los anillos, de casada y de aniversario.
Los guardé en la cartera sin pensar demasiado.
Lo que había visto fue tan fuerte que eso me pareció un detalle menor.
A la madrugada del día siguiente me avisan que el corazón de mi abuela había dicho «Basta».
Me volvieron a hablar de los anillos por lo que decidí entregárselo a quien corresponda. Mi abuelo.
Durante el velorio a cajón cerrado de apenas 90 minutos, el decidió darmelos a mi.
Significaban para el que iban a ser cuidados como se merecían.
Que iban a seguir formando parte de la familia pues el no pierde las esperanzas de verme casada.
No me los saque más desde entonces.
Y cada vez que lo veo, puedo confundir mis manos con la suave y arrugadita mano de mi abuela.
Esa mano que fue capaz de hacerme los mejores mimos del mundo, que fue capaz de hacer la sopa paraguaya más rica de todas.
Esa mano que con solo apretar la mia podía darme paz cuando no me sentía bien.
Ella es mas que unos anillos. Pero en esas pequeñas cosas materiales, también dejó su corazón que me va a acompañar hasta mis últimos días.