No voy a escribir sobre política.
La poesía no es lugar para la política.
No voy a escribir sobre política.
Los poemas de amor no son lugar para la política.
Con el cruel recuerdo de haber amado
y con el aprendizaje tras haber sido traicionada,
como un votante que entregó
su militancia toda a un amante infiel,
aclaro que la poesía no es lugar para el amor, tampoco.
No voy a escribir sobre política.
La poesía no es lugar para la política.
La poesía no es lugar para la esperanza.
No voy a escribir sobre política.
La política de urna,
del eterno retorno,
se resiste a la versificación,
a la metamorfosis de su crueldad,
porque la metáfora no es lugar para la política.
Los “como si” son transparentes,
tan transparentes como el agua
que lo ahoga a uno,
llevándolo con la corriente de un río torrentoso,
que nos invitó a nadar en él
y nosotros, ignorantes,
cedimos ante su deseo carnal de poseernos.
No voy a escribir sobre política.
No voy a dejar que mis versos femeninos
se vean violentados por la política,
por esta política.
Esta política violenta,
odiadora y odiosa por igual,
que no me seduce,
que no remueve en mis intestinos ni el mínimo deseo,
ni la pulsión más primitiva,
y reseca toda mi sed de amor,
de mi ansia por encontrar a aquel
que busca en mí, como yo en él,
a un otro, a un compatriota.
No voy a escribir sobre política.
La poesía no es lugar para la política.
Sin esperanza de ser escuchada,
y con la cruel certeza de ser perseguida.
No voy a escribir sobre política.
Los cuerpos no son lugar para la política.
Los cuerpos sin nombre,
sin edad, sin memoria,
se quedan varados en el andén
de un tren de larga distancia,
frenado por la venta de sus metales,
sus metales vitales,
y arrojados sus restos en descampados
desde los cielos,
más altos que los cielos,
olvidados por Dios y por nosotros.
No voy a escribir sobre política
porque no me corresponde.
La lucha de una poética apolítica
reconoce límites,
y se realiza siempre en el bien,
nunca más allá del mal.
Nunca más
allá del mal.