Me harté de la Argentina. Su inestabilidad cambiaria, sus impuestos asfixiantes, su inseguridad jurídica.

Así que aprovechando una importante herencia recibida de un tío de nombre desconocido que sobrevivía en Miami decidí empezar una nueva etapa en otro país.

Agarré el Índice Libertario Internacional, miré la primera nación de la lista y para allá fui. La Ultrarepública (así, con “r” suave para más estilo) de Escandimburgo: un lugar donde la gente puede hacer lo que quiera con su plata sin que el Estado alimente pobres con ella. El sueño de los hombres inteligentes con ganas de hacerse millonarios.

Al llegar, el aeropuerto ya me tranquilizó. Nada que ver con Ezeiza o Aeroparque. Una sobreabundancia de ofertas de lujo me recibieron como esperaba. Tecnologías que en Argentina sólo se ven por televisión, perfumes en botellas que desafiaban a la física, chocolates con forma de Bitcoins. Si el sistema meritócrata de Escandimburgo funcionaba tan bien como decían en pocos meses volvería con dinero para comprarlos.

Ya en la calle me elevé en éxtasis al ver que los taxis no sufrían del stanilismo de tener que ser todos iguales. Automóviles coloridos, últimos modelos, limusinas, con grandes marquesinas sobre el techo, con distintos servicios para el pasajero. Una empresa hasta incluía una Big Mac con el precio del viaje. Había llegado al lugar indicado.

Paré uno, el que se le cantó a mi soberanía financiera. Se llamaba “Segutaxi” y tenía un ploteo enorme en el que se mostraba a un caco antifazado sufriendo de dolor debajo de un Segutaxi. El vehículo que aparecía en la imagen estaba, a su vez, ploteado con el mismo diseño y así, hasta que se perdía la vista humana en el detalle.

Como me pasaron un precio elevado decidí hacer uso de mi libertad económica y elegir otro servicio de transporte. Esta vez fui a lo obvio y levanté mi mano para detener uno que decía “viaje barato” en escandinburgués.

Pagué el triple de lo que hubiera pagado en Argentina ya que no tenía opción: el aeropuerto estaba a cinco kilómetros de la ciudad. Igual no iba a comparar. Estaba en Mooney, capital de la Ultrarepública de Escandimburgo.

Al llegar a mi hotel, donde me alojaría hasta conseguir un departamento de puta madre frente al río o el parque, recibí una mala noticia. Como justo se estaba realizando un plenario sobre los beneficios de achicar el Estado en el salón del establecimiento algunas personas ofrecieron pagar el doble de mi reserva por mi habitación y era decisión de los dueños del hotel devolverme la plata e invitarme amablemente a que me retirara.

Un instinto sudaca casi me hace amenazar con quejarme ante algún ente regulatorio. Iluso de mí. Sólo hubiera despertado carcajadas en Escandimburgo.

Salí con mis petates por las calles cercanas. No estaba dispuesto a pagar un taxi. A cuatro cuadras encontré una hostería. Un olor de carácter polémico se sentía en la habitación y el pasillo, por lo que lo dejé como opción por si no conseguía algo mejor. Había decidido empezar mi nueva vida con todo.

Di unas vueltas pero todo era más caro o más inmundo. Mientras volvía a la hostería del olor me paró un hombre, sucio y más zaparrastroso que el promedio escandimburgués. Me quedé tranquilo porque enfrente había un policía, lo que hizo que la navaja del malviviente me asuste de lo lindo.

Cuando el ladrón me pidió pertenencias lo ignoré, para gritarle al policía directamente. El oficial se abrió de brazos con elocuente habilidad a la vez que preguntaba, en su idioma, si disponía de dólares de la Ultrarepública. Le dije, mientras el caco me vaciaba los bolsillos, que no tenía moneda local porque recién llegaba, si aceptaba dólares norteamericanos o si me acompañaba a una casa de cambio. El hombre de la ley bufó que los extranjeros tenían que pagar por la seguridad, que los impuestos de los escandimburgueses eran para los escandimburgueses y se fue, casi ofendido. Ya casi no me quedaban pertenencias cuando empecé a correr.

Llegué a la hostería, contando los pocos dólares norteamericanos que me quedaban.

Ahora es más caro -me dijeron- Acá nos regimos por la oferta y la demanda y usted claramente tiene más necesidad ahora que cuando vino a la tarde.

Algo de mi mirada lo habrá conmovido porque me dejó pagar parte de mi estadía lavando platos del catering del plenario sobre los beneficios de achicar el Estado. Igual no me importa. Todo esto es mejor que vivir en la Argentina. Ya estuve viendo una app de cadetería para ponerme a laburar. Dicen que si me esfuerzo mucho puedo ahorrar 100 dólares escandimburgueses por día y en menos de seis meses convertirme en mi propio jefe.