Ellos viven del lado blanco del planeta. Nosotros, del negro. En realidad, como siempre decía mi sabia madre bajo las estrellas “en la vida no hay negros ni blancos, todo depende de la luz con que se mire”.

Con el tiempo, entendí que lo de mi mamá no era sólo una figura retórica. En nuestro planeta sin par, es la luz de nuestra peculiar estrella la que vuelve blancas o negras las cosas, a medida que esta gran roca espacial en la que vivimos rota sobre su propio eje, completando la vuelta una vez al día. Cuando la luz llega, nosotros los negros migramos siguiendo la sombra. Cuando nuestras tres lunas se asoman, los blancos agarran sus petates y emprenden su marcha hacia el sol.

Nuestro carácter nómade permanente es, quizás, nuestro único punto en común.

Ellos, por ejemplo, aman recorrer las montañas de día, para apreciar mejor sus rocas y cerros deformes. Nosotros preferimos la incertidumbre de un bosque en tinieblas, con sus sonidos y misterios por doquier.

Ellos adoran ir a la playa a tomar sol y bañarse en el mar con el atardecer sobre los hombros. A nosotros nos estimula más una guitarreada en la arena frente a una tenue fogata. O entrar al agua, en la más completa oscuridad. 

Ellos disfrutan sus mesas largas repletas de comidas y risas al tibio sol de la tardecita. Nosotros optamos por las charlas sinceras bajo nuestras secretas lunas.

Algo que creo no haber dicho pero es vital para que nos entiendan, desde ese planeta sedentario como es la Tierra. Nosotros no tenemos ningún problema cutáneo o nutritivo que nos haga presos de nuestro bando lumínico. Simplemente lo elegimos y seguimos con él, a veces con pasión, a veces con rutina.

Podemos, en cualquier momento, cambiar de lado y lo único que habría que soportar es la pérdida de seres queridos y esas miradas esquivas de los primeros meses, donde todos somos sospechosos de espionaje cromático, locura clínica o chifladura temporal.

Y eso fue exactamente lo que pasó con Juana Langui, una científica blanca que desarrolló una máquina que combustionaba bajo el insumo humano de la fuerza de voluntad: bastaba que uno lo quisiera para que la zona en la que estaba, su metro cuadrado, se volviese gris. Totalmente gris.

Juana Langui se autoproclamó salvadora de la división histórica de nuestro planeta. Ellos, los blancos, y nosotros, los negros, encontraríamos lo mejor de los dos mundos en la opción intermedia, equilibrada, del gris.

Rápidamente se empezó a llenar, con gente de ambos lados, una franja grisácea cada vez más gigantesca que le robaba espacio tanto a ellos como a nosotros.

La masa crecía y crecía, mientras nuestros periodistas y sus periodistas auguraban la llegada de un paraíso terrenal sin fisuras. O de un apocalipsis fascista de homogeneidad.

Finalmente la franja grisácea dejó de crecer y sus promotores, antes tan amables y receptivos, se volvieron defensores a ultranza de ese pedazo de planeta que se levantaba entre ellos y nosotros, a veces de forma violenta. Negros y blancos empezamos a decir que su equilibrio se parecía mucho a la tibieza (vomitada por los dioses) para quedarnos cómodos en nuestro color.

Eso fue hace treinta y tres años. Hoy el mundo se divide en tres. Nosotros, los negros. Ellos, los blancos. Y aquellos, los grises. 

Sin embargo, en determinado lugar de la selva, algunos andan diciendo que hay un hombre verde y que, este sí, unirá a todo el planeta bajo un mismo color.


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