I
Dentro de cientos de años de avances científicos y tecnológicos, la humanidad habrá alcanzado la inmortalidad. El cáncer, el sida, el cólera, la leucemia, el alzhéimer, el ébola, la tuberculosis, el parkinson y todas las enfermedades tendrán su prevención o un tratamiento para cada caso, inocuo o reparable.
Las lesiones tampoco serán un problema. Un segregador sintético de hormonas, instalado al nacer, dotará a nuestros músculos y órganos, incluida la piel, de la conveniente capacidad de regenerarse diez veces más rápido que el tejido natural. Las cicatrices sólo existirán por decisiones estéticas, desarrollando el oficio de cauterizador.
En el caso de los huesos, a la primera lesión de importancia se remplazará la pieza ósea por una compuesta por una aleación inoxidable y liviana de metales variables, según el deseo y profesión del individuo. Algunos, extremadamente precavidos, cambiarán todas sus piezas óseas sin necesidad de excusas quebradas: lo traumático y riesgoso de las operaciones quirúrgicas terminará para siempre gracias a la regeneración.
Para las quemaduras o lesiones físicas extremas, la solución terminará siendo el reemplazo sintético. Según las estimaciones de los organismos multinacionales de entonces no quedará en el planeta Tierra ningún ser humano de más de cuatrocientos cincuenta y tres años de vida que mantenga, siquiera, alguna de sus piezas originales.
Estos avances le traerán algunos inconvenientes a los suicidas. Por esos días, la única forma de matarse será con ayuda científica. Con todos los dolores del cuerpo controlados, la incurable angustia se convertirá en un sufrimiento insoportable por lo que los Estados terminarán legalizando la eutanasia con receta médica.
La muerte, a diferencia del pasado, será una cuestión optativa.
II
Sin embargo, desde hace algunos días, después de siglos y siglos, la inmortalidad ha dejado de existir. Primero fue una gripe, que los médicos no pudieron tratar. El primer muerto involuntario en más de ochocientos años. Al día siguiente, el virus se esparció en dos casos más. Luego en seis. Después en veintitrés y así, hasta que la gente dejó de aprenderse los nombres de los fallecidos porque eran demasiados. Solamente en las veinticuatro horas previas a que Lucas Morbiducci descubriera los combustibles fósiles, murieron veinte millones quinientas mil personas.
Luego de que la ciencia de todos los países unidos probara antídotos y vacunas con cada elemento conocido, por inverosímil que fuera, la humanidad envió misiones espaciales a cada planeta, asteroide o satélite natural cercano, buscando obtener nuevos minerales, gases o cualquier cosa que no hubiera sido probada previamente contra la gripe. Los resultados fueron tan frustrantes como con los recursos terrícolas.
Finalmente, algún cráneo anónimo propuso investigar en los museos y fue Lucas Morbiducci el que desarrolló una cura a base de un derivado del petróleo, que no sólo hacía retroceder a la enfermedad, sino que inmunizaba al huésped ante futuros contagios eventuales.
Sin embargo, cuando se quiso masificar la producción, se encontraron con el problema de la falta de materia prima. La ciencia había avanzado lo suficiente como para reemplazar prácticamente cualquier cosa hecha por la naturaleza, excepto el tiempo, variable fundamental para el desarrollo, tras millones de años, del hidrocarburo.
– ¿Y qué hizo la humanidad con todo el petróleo que había? –quiso saber Morbiducci, consciente de que los registros pretéritos hablaban de miles y miles de yacimientos, algunos con reservas petrolíferas colosales.
El funcionario a cargo, apremiado porque el científico no se ilusione con imposibles y se ponga a trabajar, le respondió lacónico, sobrio y sincero:
– Lo quemamos todo.