tres relatos cortos
1
Según mis cálculos más o menos dos tercios del total de hombres le dicen violeta al color lila, y cuando se sacan un buzo o un sweater casi que también se sacan la remera. Capaz que son un poco más de dos tercios, se les sube la remera hasta el pecho y no les importa, se acomodan después en una continuación de su acción, siempre rústica. Pensé eso fugazmente cuando vi que te ibas a sacar ese rompevientos raro que tenés con un cierre que no llega hasta abajo de la prenda si no que termina a la mitad, donde empieza un bolsillo central grandote. Hubo ruido de tela sintética y se dio tal cual el fenómeno que esperaba. Pero además de esta confirmación llegó la sorpresa. No me había imaginado que tuvieras ese tipo de panza con cierta acumulación de grasa, ese tipo de abdomen con presencia simpática y fuerte y con algo que me resulta invitador. Tuve una reacción en el cuerpo, algo me recorrió, y enseguida necesité reprimir el impulso de caminar hasta vos, meter mi mano por abajo de tu remera y apoyarla ahí, simplemente eso, y mirarte a los ojos a ver qué te pasaba. No sé si tu novia se dio cuenta de mi situación de fantasía, me pareció que por un segundo su cara adoptaba un gesto de disgusto. No sé tampoco si esa ráfaga de aire picante que voló -el poliéster, un poquito de transpiración, desodorante, capaz un mínimo de nervios o una intensidad hormonal- la inspiró tanto como a mí.
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2
Vos juntabas cartas del piso, yo jugaba a enfocar y desenfocar la trama de un tapiz que había en la pared de en frente, no hablábamos. Mi amiga y tu amigo habían levantado la mesa y se suponía que enseguida volvían con el postre. Yo había preguntado qué había.
–Para vos, torta.
Y su respuesta no había terminado ahí, ella había tenido que agregar una risita aguda como cierre, en su intento tenaz y por demás injustificado de disipar cualquier duda sobre “mis preferencias”, como ella a veces dice. El rato a solas con vos se prolongaba, desde la cocina nos llegaban ruidos y palabras sueltas de una disputa juguetona, amigable, después nos contarían sobre el empecinamiento en encontrar unas copas de vidrio tallado, una herencia familiar que acababa de ser recordada y estaría oculta, todavía embalada en algún lugar. Escuchábamos ruidos y palabras sueltas de nuestros amigos mientras nosotros dos estábamos en relativo silencio. Vos habías tirado todo el mazo de cartas cuando tratabas de hacer un truco que demandaba un poco de despliegue, y aunque la tensión del principio de la noche se había superado yo empezaba a estar algo incómoda en mi situación pasiva y con vos ordenando cosas, medio en penumbras, ¿medio intimidado?, con tu perfume instalándose en la habitación. La música se había cortado no sé por qué, procuré relajarme, sentada en el suelo como estaba con las piernas estiradas, entrecerré los ojos y me concentré en aflojar el cuerpo, en enfocar y desenfocar la trama del tapiz. En un momento sentí el roce de tu mano buscadora de cartas en mi tobillo, y mi sensación táctil fue tal que los ojos se me abrieron a tope y me salió una única inspiración audible, sutil pero delatora. Mi siguiente movimiento fue buscarte con la mirada, vos hacías lo propio a la vez que decías:
–Uh, perdón.
Porque había sido solamente un roce pero se diría que también te había afectado y cuando nuestros ojos se encontraron vos leíste mi expresión y con la respiración esa mía todavía palpable hubo algo divertido en tu cara y apenas lujurioso y me preguntaste:
–¿Te gustó eso?
Y yo aunque estaba avergonzada y se me hacía difícil hablar pude articular un
–sí
susurrado suave, y a modo de excusa agregué
–es que me pasa algo con los pies
y entonces me miraste más penetrante como indagando como metiéndote a través de mis pupilas y se ve que algo en mí te habilitó a que muy lentamente me desataras el cordón de la zapatilla y después con tu dedo índice me tocaras el empeine en un dibujo circular que se agrandaba y se achicaba, que encontraba la forma de introducirse en la zapatilla, agregaste un dedo más, agregaste otro y ya no me importó que el aire que entraba y salía de mí sonara y se fuera volviendo un hilo de voz mínimo pero cargado de una fuerza que lo podía volver gemido en un segundo y vos parecías acalorarte y sentí fuerte tu perfume y ahí fue que suspendimos. Volvían mi amiga y tu amigo, traían helado y unas copas desproporcionadamente lujosas.
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3
Entro en el facebook y lo primero que acapara mi atención son los rectángulos de las historias en la parte superior, siempre es igual. Su tamaño es reducido pero son perfectamente visibles, hasta legibles. Tres historias develadas precedidas por la sugerencia de crear la propia, y una flechita que supone una fila de historias ocultas pero que falla en convencerme de que siga por esa dirección. El instagram, en cambio, me muestra la seguidilla de usuarios que subieron historias y eso sí funciona conmigo, eso lo recorro, si conservara cierta frescura podría llegar a tentarme la posibilidad de abrir alguna en particular.
Cuando recibí tu solicitud de amistad no te conocía personalmente, eras un flaquito gamer nerd de los teclados con el encanto suficiente como para que te aceptara. Pasaron un par de años en los que varias veces me detuve en memes que compartías, muchas me reí, muchas otras me quedé mirando fascinada por lo inaccesible que me resultaba esa información.
Pasó más tiempo y descubrí que aparecías regularmente en los rectángulos de historias, sufriendo una transformación corporal difícil de creer. Te volviste un gym bro, subidor compulsivo de selfies en cuero y pantaloncito corto. Un buen día se me dio por abrir tu historia, ese cambio de tamaño -que era la única recompensa que ofrecía facebook- ahora me hacía la diferencia.
Al principio tenía el impulso de decirte algo, de festejarte el cuerpo nuevo aunque fuera con emojis pajeros, pero eso quedó en el plano de la fantasía. Lo que sí hice fue empezar a masturbarme. Aparecía tu historia y si estaba en situación privada ya me tocaba un poco mirando la versión chica, retardaba pasar a la versión grande, lo que concretaba cuando ya había llegado a cierto nivel de excitación. Con la historia por fin abierta me era fácil acabar.
Ya adentrada en este fenómeno me iba a dar cuenta de que cliqueba más que nada porque quería que supieras de mi interés, revelación que cristalizó ese día en que me escribiste.
Hacemos algo?
Sin pensarlo demasiado te contesté que sí, supongo que la manera en que me venía manejando me hacía brotar esta faceta de resolución e insensibilidad. Coordinamos para el fin de semana, la espera la viví sin expectativa.
En la puerta del bar, postergando mi entrada, te observaba sentado en la barra. Le di a eso una oportunidad, pero tu imagen no me causó ninguna impresión. Ya de cerca, ni tu voz ni tu olor ni tu sonrisa ni tu cara ni tu cuerpo, parecían tener un efecto en mí. Sí me pareciste simpático, y me gustó conversar sobre sintes y géneros musicales extraños. Resultaste ser un gran conocedor, te apasionabas cuando hablabas y hasta me contagiabas una especie de amor por objetos, por sonidos, un amor de bienestar y de calidez y de dejarse fundir con cosas inesperadas.
Terminamos la noche tomando unos helados berretas que compramos impulsivamente en un kiosco, sentados en la vereda, riéndonos como locos de la cantidad de azúcar, del colorante, de la distancia entre el dibujo del helado en el envoltorio y el helado de la realidad.
