Te mirás antes de salir y te acordás: cada espejo tiene su personalidad. En el de tu habitación sos asiática oscura de piernas anchas, asiática o andina con expresión de pueblo recóndito. En el ascensor de la dueña del depto que alquilás sos pálida decrépita, algo verdoso en la piel, a veces ojeras. Suben, van hablando y siempre que podés confirmás tu imagen en el espejo, la tuya y también la de ella. Medís el contraste, ella tiene el pelo rojo artificial, su piel es casi fucsia, su ropa de otros tantos colores dominantes. Eso pasa, mirarse al espejo al lado de otro te da una información extra. Querías pagar el alquiler y escapar, tenés que ir a otro lugar, pero de nuevo ella te retuvo en ese aire denso que fluctúa a su alrededor. El perfume fuerte, los colores sí, y algo con su ritmo de conversación que se dispara todo el tiempo y te sobrepasa. Te cargó en su nebulosa y ahora están arriba en el 7 B, te sirve un terma y te convida unos bomboncitos con un relleno que se te pega íntegro en el paladar. Te vienen a la mente un par de cosas que podrías mencionar, ya que estás, arreglos pendientes que se fueron acumulando y aunque por sí solo ninguno es importante todos juntos ya te cambian el paisaje. Es inútil, te enfocás al máximo pero no hay manera de tocar el tema reparaciones, sentís que luchás y sentís que te estás por rendir. Recién ahí te relajás y escuchás en serio lo que ella dice. Empieza a compartirte paso a paso una receta que no pediste, que no te importa, pero ves que forzando un mínimo de interés toma forma un ida y vuelta más parejo, pedís detalles, ella disfruta explayándose sobre el punto justo del arroz. Después habla de sus nietas. Ahora los chicos son distintos, reflexiona, tienen los ojos más grandes, más adaptados para el celular. Los chicos vienen tan preparados. Dice mientras te sirve otro terma y te obliga gestualmente a que comas más bomboncitos, vos le tomaste el gusto a la escena y acatás. El sabor a pomelo rosado y el pegote dulce en tu boca son una novedad ahora bienvenida, cobraste fuerza, tenés el control de la conversación y la llevás a los lugares que te gustan. Su conexión con lo místico, lo sobrenatural. El mes pasado ella había deslizado que tiene algo con el color dorado, que en las iglesias con mucho dorado la pasa mal. Allá vas con tu lucidez inquisitiva, y ella no tarda en premiarte con una confesión: a veces se le hace presente una bola dorada que nadie más puede ver.
Insistís, ponés toda tu inteligencia a escarbar desde múltiples ángulos pero no vas a alcanzar información sólida. Nunca queda claro si la bola tiene un propósito, o poderes, si es maligna, benigna, si viene a señalarnos algo.
Ves la hora que es y das por terminado el secuestro, estás llegando tarde a un nivel de desconsideración. Tu necesidad loca de puntualidad presiona y te empuja para afuera de la nebulosa perfumada. Queda una última barrera que sólo se resuelve con súplicas, le explicás que vas al cumpleaños del hijito de unos amigos, el que es celíaco y con un tema en el habla pobrecito. Ella se resiste un poco más, tal como esperabas, pero al fin te libera.
Cuando te enfrentás a la puerta decorada con globos te arrepentís de tu corrida. Transpiraste, te llenaste de adrenalina. Respirás profundo y podés oler que ahí adentro opera otro hechizo fuerte. Te reciben con el entusiasmo límite de estos eventos de bebés o afines, gritos, energía dilapidada, te vas adaptando al ambiente y te dejás tomar por la magia multicolor. Hablás y reís en una alegría prestada, mentirosa. Tus amigos están más graves, los ves aparecer y desaparecer según la dinámica revuelta del cumpleaños, resuelven cosas, están exhaustos, están felices. Buscás dónde sentarte, no conocés a mucha gente pero ya hiciste esto antes y sabés lo que te conviene. Quedás justo a la mitad de una mesa larga, dividiéndola en dos grupos. Hacia tu izquierda ancianas, hacia tu derecha personas que ya te cruzaste alguna vez en situación parecida, está el adolescente viejo que te cae mal pero que funciona perfecto en este tipo de festividad. Están las primas malditas que te saludan con dulzura y olor cosmético. En frente papas fritas y milagrosamente los bomboncitos que se pegan al paladar. En frente más lejos un espejo que ocupa una pared entera y te regala un panorama espeluznante. Todo va de maravillas, conversás con una señora mayor que es monocromática y misteriosa, comentan lo que pasa alrededor, los chicos enloquecidos, vehículos plásticos que hacen un ruido infernal, mamaderas con coca cola. Ella usa la palabra “excesos”, vos asentís y acariciás el montoncito de envoltorios dorados que creció al lado tuyo. Los chicos de ahora están perdidos, te dice, no están preparados para esto. Después te pasa una receta. Un hombre de voz gallinácea se acerca y pide un voluntario de los invitados adultos para que se disfrace, está faltando un minion. Recalca que mejor alguien grandote. El que primero se ofrece es el adolescente viejo, tal es su amor por lo escénico que interrumpe un testimonio según el cual kurt cobain está vivo y salió en un episodio del encantador de perros. A la vez que a él se lo llevan nos traen una atracción nueva: una piñata que es un emoji esférico y dorado. Ponen música fuerte, apagan unas luces y vienen los minions moviéndose como zombis porque son básicamente hombres empaquetados en goma espuma. Es terrorífico pero hay una explosión de emoción infantil. Se arma como un ritual alrededor de la piñata que culmina con su rotura, que es prolija y sectorial. Una nenita rompe en llanto, creemos que se asustó con el caos pero no, nos informan que le entró en el ojo algo que salió de la piñata. La mirás, tiene unos ojos inmensos de alien, está roja y con la cara inflamada, aúlla, hay algo de libertad plena ahí que hace que todo valga la pena.
Los chicos más grandecitos, claramente cocacolizados, le pegan a los minions al compás del reguetón.