El día que aprendí a cocinar ketamina: la crónica de una tragedia anunciada.

La gente que vive cerca del mar es más drogadicta 
porque no le tiene miedo al infinito.
Podes fijarte; 
de noche
el mar es un abismo
cuando la luna no lo toca. 

 El día que aprendí a cocinar Ketamina, en realidad, estaba buscando un viaje hacia Monte Hermoso. 
Por lo general suelo usar Carpooling para viajar. 
Escribo en una sección de Facebook que necesito transporte. 
Especifico el precio a pagar, luego espero que alguien conteste la publicación o veo publicaciones recientes y adiós. 
Esa tarde hacía un calor increíble, asfixiante, cerca de 40 grados. 
Debía esperar en el Vivero Palihue a que pasaran a buscarme. 
Recuerdo que no había forma de evitar que el sol me diera de lleno así que sufrí debajo suyo durante un tiempo extenso.

Un auto bordo y muy caro se detuvo en la esquina. 
Me di cuenta que era el muchacho del viaje, porque hizo señas, y además toco bocina. 
Cuando entré al auto estaba el aire acondicionado prendido, así que me sentí aliviado.
Él se llamaba N. 
Lo primero que me dijo fue que debía ir a buscar una conservadora a la casa de su madre, me pregunto si no había apuro, le dije que no.
No hablamos mucho. 
N. me preguntó si estudiaba o trabajaba, le comenté que terminé la carrera de arquitectura y trabajaba en una fotocopiadora. 
Luego me preguntó cuántos años tenía.
Le dije que veintitrés, pero que parecía de menos. 

“Ah estas re al día” dijo N.

“Si” le dije.
La verdad es que cualquier cosa es posible si uno miente.

Luego N. encendió un cigarrillo, pero no bajó la ventana, así que el auto se llenó de humo. 
 La casa quedaba en la zona de Palihue, cerca del shooping. 
 La casa era muy bonita, tenía dos pisos y estaba rodeada de árboles. 
 Cuando estábamos afuera, N. saco del bolsillo sus llaves, separo de ellas un aparato, lo presiono y la reja se abrió sola.
Un pastor alemán comenzó a ladrar y correr cerca del auto. 
N. se bajó y entró a la casa (creo que esperaba que yo lo haga también, porque me miraba desconfiado). 
Cuando volvió traía una conservadora azul grande. 
Abrió el baúl y la guardo allí. 
Luego trajo un bolso, pero lo dejo en la zona de acompañante. 
Se subió al auto y seguimos.  

“Ayer” dijo N. “organicé un asado con unos compañeros de trabajo. Nos compramos diez packs de birra, cinco fernets y dos jagger, eramos ocho y a las cuatro de la mañana ya no había nada más para escabiar, después me fui con una minita”.

“Bien ahí” le dije. 

“Ahora voy a Monte porque hay una jodita ahí” dijo.

“Piola” le dije. 

No hablamos mucho.
 Había un aire tenso. 
Por eso cuando salimos de la ciudad, N. notó que alguien estaba haciendo dedo y se detuvo a levantarlo.
El muchacho que levantamos se llamaba J. y estudiaba en la escuela Técnica.  Lo primero que dijo fue algo relacionado al auto, que era muy lindo. 

J. y N. se llevaban bien. 
A los dos no les gustaba el silencio. 
Entonces hablaban mucho. 
Yo escuchaba, y veía el campo detrás del vidrio: Era muy verde y vacío, no había vacas y no había árboles. 
 El auto iba a 160 kilómetros. Pasábamos camiones y autos con facilidad. 

“¿Vos también vas a esa jodita?” preguntó N.

“Seeee, unos amigos están allá esperándome. Ni la pensé, armé la mochila y empecé a caminar” contesto J.

“Va a tocar Mariano Santos. Se va a re poner” dijo N.

Luego N. nos contó que cuando vivía en Buenos Aires se hacían joditas todos los fines de semana. 
Arrancaban los jueves y terminaban los lunes. 
Jodas bastante exóticas, con producciones visuales y disfraces, con drag queens y famosos.   
Jodas en diferentes lugares; en sótanos, en casas antiguas, en barrios de Palermo, en galerías abandonadas. 
 N. nos contó que lo habían transferido un año para estar en Capital; así que se quiso comer la ciudad.

“Pero tenés que tener cuidado; la ciudad te puede comer a vos, y te perdés” dijo N.

“Allá la pastilla está bastante barata, la mitad de lo que está en Bahía, tal vez menos. Hubo un tiempo en que compraba mucha cantidad, entonces la vendía acá. Un amigo del trabajo hizo lo mismo, pero mientras viajaba de Capital para Bahía, la policía lo durmió: le revisaron el auto y le sacaron cerca de dos mil pastillas. Todavía está preso. 
A partir de eso me perseguía mucho. 
Entonces empecé a viajar con menos cantidad. Traía doscientas, trecientas a veces.  Hasta que me empecé a rescatar. Fue después de una fiestita importante. Empezó un viernes y terminó el domingo. Terminé despierto durante 76 horas seguidas: debía ir a trabajar y llego un momento en que no sabía absolutamente nada del tiempo. Pero fui igual. Después me dormí en el baño del trabajo: y me desperté todo meado. Nunca estuve tanto tiempo sin dormir”- dijo N.

“Yo tampoco” dijo J.

“Pero no, el éxtasis no se parece en nada a la Ketamina. Ese si fue mi problema” dijo N.

“Yo nunca la probé, ¿Qué onda, no es tranquilizante para caballos?” dijo J.

“Seeee, es eso, Pero cuando se aspira tiene otro efecto”  dijo N.

En el inicio de esta historia dije que yo solamente buscaba viajar a Monte, nada más, pero el azar nos depara siempre una sorpresa soberbia y bien bizarra.

“Seee, es re flashero, primero sentís que un golpe de energía se dispara desde el cerebro. Después no podés dejar de bailar. No podés. No es algo alucinógeno, sino estimulante” dijo N.   

J. estaba escuchando atentamente. Se encontraba en el asiento de atrás, en el medio. 

Luego N. siguió hablando. 

“También vendí ketamina. La cocinaba en mi casa: con una olla de fideos lo suficientemente grande para abarcar varios litros. Lo hacía a baño maría”

“¿Dónde lo conseguías?” preguntó J.

“Le compraba un par de frascos de 50 ml a un veterinario”

“¿Y como se cocina?” pregunto J.

“Es una boludez. El procedimiento es fácil. Primero tenés que vertir el contenido en una olla; en media hora se convierte parte del líquido en una masa cristalizada de color blanco brillante. A partir de ese momento tenés que ser rápido. Esperas a que se enfrié y luego tenés que rascar con una espátula hasta que salga el polvo y entonces ya está. Todo eso lo vendía en bolsitas a un precio importante”

“¿Y cuánta plata ganabas?” pregunto J.

“Más que suficiente, en dos semanas llegué a hacer cerca de veinte mil pesos”.

Veía que los ojos de N. brillaban. Pensé en que existía una gran posibilidad de que el mismo auto en el que estaba viajando estuviese lleno de pastillas para venderse en Monte. 
 O tal vez bolsitas de ketamina.
Así que iba pensando en excusas por si la policía nos detenía y nos revisaba. 
Luego de esa conversación, J. y N. seguían hablando sobre anécdotas que no me voy a molestar en escribir ni recordar.  

Lo importante es lo siguiente:
Llegando a Monte ocurrió la tragedia anunciada. 
Cerca de la caminera había un patrullero realizando controles.
Entonces, ocurrió esto:
Un oficial se bajó del patrullero indicando desde la distancia que desaceleremos la velocidad del auto. 
Al frente de ellos creo que había un Fiat rojo estacionado.
A medida que nos íbamos acercando a ellos percibí como J. se ponía cada vez más y más nervioso.  N. por otro lado no emitía emoción alguna. Mi caso era diferente: pensaba «que policía rompe pija».
Estacionamos en la banquina. 
El policía nos registró. Nos pidió nuestros documentos y se los llevó al patrullero para realizar no sé bien que trámite. 
 Luego, le pidió los papeles del auto a N. 

“Igual, no va a pasar nada” dije. Y como buen mala leche que soy enseguida el policía nos pidió que saliéramos del auto para un registro de nuestras pertenencias.   
El oficial primero abrió una gran mochila roja que era de J. 
Entonces, entre mucha ropa, cigarrillos, y un par de zapatillas, sacó tres frascos de flores. 
 El oficial, sin sorprenderse, nos preguntó de quien era y J. dijo:

“Es de él, es de él” (y me señaló a mí). 

¡El hijo de puta me había señalado a mí! 
Bueno, en ese momento empecé a defenderme como pude. 
Dije que esa mochila no era mía, que yo llevaba una mochila Nike negra y, de hecho, me puse a describir cada objeto que había en esa mochila, entre muchas cosas le dije al policía que, si no me creía, podría buscar en la mochila Nike un cuaderno con poemas escritos a lapicera, y hasta se me pasó por la cabeza recitar un escrito de memoria con tal de que creyera en mi palabra. 
 A todo esto, el oficial ni se mosquió. 
Me pareció un cínico de mierda porque parecía disfrutar lo que nos estaba pasando. 
 J. emanaba terror. 
 N. se mantenía en silencio, impropio y ajeno, como un espectador de una obra incipiente. 
 El policía dijo que no le importaba de quién era el frasco, ni la mochila, independientemente de eso debíamos acompañarlo a la comisaria de Bahía Blanca. 
Quedábamos los tres detenidos. 
Después el policía miró el auto de N. y le dijo: 

“Es un lindo auto. Los dejo un minuto solos para ver cómo arreglan esto” 

En silencio nos dirigimos los tres al auto nuevamente. 
No cruzamos miradas. Ni emitimos sonidos. 
Cuando llegamos al auto N. habló. 
Le preguntó a J. cuánta plata llevaba encima. 
J. le dijo que alrededor de 3000 pesos. 
N. dijo que se los dé. 
Luego, N. desapareció de la escena. 
Salió del auto y se acercó al patrullero en donde se encontraban ambos policías.  No sé cuánto tiempo estuvieron hablando.
No sé cuánto tiempo transcurrió entre el viaje y ese encuentro desafortunado.  Pareció un viaje de 12 horas. 
Los segundos eran pesados. 
Transpiré mucho y a la vez tenía un pequeño nudo en el estómago. 
Era una nausea molesta.  Así que abrí la puerta del auto y vomité.
N. regresó, abrió el baúl, hurgó entre su bolso y regresó nuevamente al lado del patrullero. 
Tardé un rato en darme cuenta qué lo que pareció una hora fueron en realidad segundos. N. regresó al auto. 
No nos explicó lo que ocurrió.
Pero tampoco hacía falta explicar nada.
N. encendió el auto y fuimos levemente alejándonos de esa zona. 
Ahora tanto el patrullero y el Fiat 147 rojo eran un pequeño punto difuminado en el horizonte. 
Sin objeciones ni dudas, nos tranquilizamos. 
Estuvimos en silencio. J. no se disculpó por incriminarme, y no me importó. 
 El resto del camino fue liviano. 
El cielo era ahora rosa y nos sentíamos seguros. 
Eran cerca de las siete de la tarde cuando llegamos al pueblo.
N. nos dejó a ambos en la plaza parque. 
Allí me baje, le di 300 pesos por traerme y le desee suerte en su fiestita. 
Los ojos de N. brillaban. 
Él sonrió, cerró la puerta, encendió el auto y se fue. 

7 comentarios en “El día que aprendí a cocinar ketamina: la crónica de una tragedia anunciada.”

  1. La keta no se «cocina», cocinar supone cierta elaboración. simplemente hay que evaporar el agua destilada que viene en la chancha para separarla de la sal. eso se puede hacer con una cuchara y un encendedor antes de aspirarla. nadie diría que «cocina» el hash antes de usarlo porque lo ablanda con una cuchara y un encendedor. dudo, por otra parte, del supuesto efecto «estimulante» que menciona N.

    1. más allá de la denotación del verbo, en la jerga popular se le dice «cocinar» (al menos así fué como se refirió el estimado N. cuando hablamos en el auto). Por otro lado, si, funciona como un estimulante, más allá de lo que pueda decirte google

    2. no es el gugl, era mi cuerpo en los 80. con la keta aspirada, se quedaba toda la carne insensible y el alma como sobrevolándola. no recuerdo efectos «estimulantes», pero capaz sea la dosis

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