La palabra construye, arma, desarma, articula, desarticula, pone blanco sobre negro, negro sobre blanco, y toda una gama de grises. “Me dejó sin palabras”, decimos ante un hecho u emoción que nos impacta. “Sin mediar palabra”, se realizan acciones como abalanzarse, irse, despedirse, besar, comer.
Encontramos refranes populares que nos dicen: “A buen entendedor, pocas palabras”. “A palabras necias, oídos sordos”. “A las palabras se las lleva el viento”. Y armamos redes para sostener a las palabras. Nos cobijamos en ellas, o quedamos a la intemperie. Algunas son como una manta corta que no llega a abrigarnos los pies. Otras persisten como el aroma de la ruda o del ajo entre los dedos. Están las que nos abrazan con su tibieza de cascarilla con leche recién preparada, en la cocina a leña de nuestra infancia. “
La palabra es poder, dicen acá, allá y acullá. “Cada palabra dice lo que dice, y además y otra cosa”, afirma en un texto poético Alejandra Pizarnik. “Es palabra de dios”, dicen en las misas. ¿Esa palabra es aguda, grave o esdrújula?, preguntan las maestras. “Es mi palabra contra la tuya”, repiten quienes se hamacan en mecanismos de defensa. “Una palabra no dice nada/ y al mismo tiempo lo esconde todo/ Igual que el viento que esconde el agua/ Como las flores que esconde el lodo”, nos canta Carlos Varela.
Palabras clave, hallamos en las portadas de los artículos académicos. La palabra plena y la palabra vacía enunciada por Lacan. “Poner en palabras”, “que circule la palabra”, insisto en eso. “Las malas palabras”, cuestionadas por el Negro Fontanarrosa en su discurso en el Congreso de la lengua.
Paroles, paroles, suena en una radio mal sintonizada.
Afuera llueve, y no hay Noé, ni arca, ni cuervo negro, ni paloma blanca, que traigan una rama de olivo verde para anunciarnos que el diluvio llegó a su fin, y hay tierra firme cerca. La pandemia es esa agua que arrecia en los territorios minuto a minuto cambiante, móvil. Que desnudó realidades que no se pueden esconder. La famosa grieta ahondada en desigualdades. No en K y anti K, sino en trabajo precarizado en todas sus variantes. Desocupación. Hambre. Represión. Solidaridad. Sálvese quien pueda. Profundización de estrategias de supervivencia colectivas. Estados presentes. Estados ausentes. Latinoamérica. En un mismo lodo que algunos viven desde la tv, o a través de las pantallas de sus smartphones o computadoras, y otros viven con las patas en el barro, o hasta las orejas. Todo lenguaje es político. Hasta acá me anuncia el Word que estoy en la escritura de 1 página, y llevo escritas 440 palabras. En un mundo en el cual la distopía está en la taquilla de las palabras que se gastan. 44, la cárcel en la quiniela. Y un cero a la derecha que no dice nada más que son 440. Podría decir 4:40, la afinación universal. Pero no. Y ya van 485 palabras. Que quieren decir.
¡Viva Perón, carajo!. Soy peronista, no puedo creer en las distopías. Me repele esa palabra que se puso de moda. Me asquea como el olor del zorrino que a veces viene a mear al patio. Me voy en palabras, cuando quiero contar que al cantar “a pesar de las bombas/ de los fusilamientos/ los compañeros muertos/ los desaparecidos/ no nos han vencido!”, es cierto.
Es madrugada, pongo en el buscador: “La palabra poética”, aparece en este orden de búsquedas que ya han realizado otras personas en la internet: “la palabra poética Liliana Bodoc”, “la palabra poética”, “la palabra poética qué significa”, “la palabra poético lleva tilde”, “la palabra poética de nuestros aborígenes”, “la palabra poeta es diptongo o hiato”, entre otras.
El viento azuza las ramas del sauce, las ventanas, a la yegua madrina del campo lindante, el viento trae el sonido de su cencerro y de sus cascos corriendo sobre la tierra. Busco la palabra justa. Esa, la que se une al hueso. “Soy una mujer de palabra”.